Celebramos este año el Día del Seminario con un lema muy sugerente: “Cerca de Dios y de los hermanos”. Vamos a comentarle brevemente.
1. El sacerdote, cerca de Dios.
La vida cristiana no es ordenar la vida como a mi me parece y pedir a Dios que bendiga mis planes y proyectos. Es una relación con una persona viva, es una existencia iluminada con la riqueza del Dios vivo y verdadero. Un Dios que siempre se ha acercado a los hombres y les ha acompañado en las peripecias de su diario vivir. Pero sobre todo que se nos ha acercado y entregado en la persona de su Hijo hecho hombre como nosotros para revelarnos su amor misericordioso. El discípulo de Cristo vive en amor, en un trato amoroso con Jesucristo, su hermano y amigo, por lo que necesita sentirle cercano. Cuando el amor es real, la persona gozosamente ata su libertad al amado para que se mantenga viva esa relación. No se puede amar sin hacer entrega de sí mismo, movido por la fuerza del amor. El valor supremo del hombre no es la libertad, sino la libertad al servicio del amor. La vida humana se hace mucho más humana cuando se vive cerca de Dios.
Pero desgraciadamente se da también en nosotros una tendencia a retirarnos del Señor, a darle la espalda. Pero El sale cada día a nuestro encuentro esperando nuestro regreso para perdonarnos e invitarnos a una fiesta con El. Es preciso ser dóciles al Espíritu para tomar la decisión de volver a la casa del Padre. Es necesario un estado permanente de escucha, de atención y de oración para decidirnos a volver a la cercanía con Dios.
El sacerdote necesita una especial cercanía a Dios para experimentarle como su auténtico Padre, para disfrutar su amor, para conocer su fidelidad. Necesita conocer por dentro a Cristo, Pastor bueno, para hacerle presente en medio de sus hermanos. Para hablar de Jesucristo necesita primero hablar mucho con El, tratarle en la oración asidua y perseverante. De lo contrario hablará de El de memoria y los fieles lo notarán palpablemente.
2. El sacerdote cercano a sus hermanos.
La vida de Cristo, el amor de Dios, no puede ser un elemento marginal en nuestra vida. Y ese amor, bien comprendido, nos plantea la cercanía y el amor a los hermanos. Cristo, en su pasión nos plantea que hay que llegar a amar hasta dar la propia vida. La visión de Cristo humillado es algo que ha atraído siempre a los santos. El se ha rebajado por nosotros y ha tomado sobre sí todos nuestros pecados. No se puede estar cerca de Dios si se vive lejos de los hermanos: “Si alguno dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano a quien ve, es un mentiroso, pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4, 20). Y esta cercanía ha de convertirse en auténtica ternura.
“La ternura del buen Samaritano –comentaba el cardenal Bergoglio- no fue ningún sentimentalismo pasajero. Todo lo contrario; el sentir compasión hizo que el Samaritano tuviera el coraje y la fortaleza para socorrer al herido. Los flojos fueron los otros, los que –por endurecer su corazón- pasaron de largo y no hicieron nada por su prójimo.

Esa ternura y compasión hizo que el Samaritano sintiera que era injusto dejar a un hermano así tirado. La ternura le hizo sentirse solidario con la suerte de ese pobre viajero que podría haber sido él mismo, le hizo brotar la esperanza de que todavía hubiera vida en ese cuerpo exangüe y le dio valor para ponerse a ayudarlo. Sentimiento de justicia, de solidaridad y de esperanza. Esos son los sentimientos del buen Samaritano. […]

Acercarse. No dar rodeos ni pasar de largo. Acercarse hoy, ahora: ésa es la clave; eso es lo que nos enseña Jesús. Tenemos que acercarnos a todos nuestros hermanos, especialmente al que necesita. Cuando uno se acerca “se le enternece el corazón”. Y en un corazón que no tiene miedo a sentir ternura (esa ternura que es el sentimiento que tienen el papá y la mamá con sus hijitos) el que está necesitado se convierte como en nuestro hijo, en alguien pequeño que necesita cuidado y ayuda. Entonces el deseo de justicia, la solidaridad, la esperanza se traducen en gestos concretos […]

En cambio, cuando no nos acercamos, cuando miramos de lejos, las cosas no nos duelen ni nos enternecen. Hay un refrán que dice: “ojos que no ven, corazón que no siente”. Pero también pasa al revés, sobre todo hoy en día que lo vemos todo, pero por televisión: “Corazón que no se acerca, que no toca el dolor, corazón que no siente… y, -por tanto- ojos que miran pero no ven”

La felicidad del hombre no se puede plantear con los criterios del mundo sino con los criterios de Dios. No se puede enfocar con el egoísmo sino con una sincera y auténtica relación de amor hacia los hermanos. “Un corazón misionero nunca se encierra o repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez autodefensiva; sabe que él mismo ha de crecer en el Evangelio y en el Espíritu… No renuncia aún con el riesgo de mancharse” (EG 45)
El gran drama de nuestra vida es que nos cuesta renunciar a la vida egoísta. Pero renunciar a la vida egoísta es abrirse a la vida verdadera del amor. No hemos de tener miedo de abrirnos a la presencia de Dios y a entregarnos a los hermanos. ¡Que no nos dé miedo que nos conozcan cómo somos! A veces nos frena y nos retiene en la entrega la impresión de que si nos conocen como somos, no nos amarán. No es así, si nos conocen de verdad nos amarán; de lo contrario se contentarán con admirarnos. Dios nos conoce hasta los entresijos de nuestro corazón y precisamente por eso nos ama y nos ama hasta el extremo. Vivir bajo la mirada de Cristo es la condición indispensable para permanecer en la mirada al hombre con amor, dignificándole. La oración es dejarse mirar por Dios para llegar a sentir su amor incondicional y su entrega por todos y cada uno de nosotros.
3. El amor desde la cercanía es necesario para anunciar al Dios amigo del hombre.
Hay que ser instrumento de la mirada de Dios, de la sonrisa y del amor de Dios hacia todos, poniendo amor en lo que hacemos y sirviendo como expresión de la caridad de Dios: “Paz en la tierra a los hombres que ama el Señor” (Lc 2, 14). El papa Francisco habla de la ‘projimidad’ como el ámbito necesario para poder anunciar la Palabra y el amor misericordioso de Dios, de modo tal que encuentre una respuesta de fe. He aquí sus palabras cuando era arzobispo de Buenos Aires:
“Es el Espíritu a quien pedimos despierte en nosotros esa particular sensibilidad que nos hace descubrir a Jesús en la carne de nuestros hermanos más pobres, más necesitados, más injustamente tratados, porque nos aproximamos a la carne sufriente de Cristo, cuando nos hacemos cargo de ella, entonces es cuando puede brillar en nuestros corazones la esperanza, esa esperanza que nuestro mundo desencantado nos pide a los cristianos.
No queremos ser esa Iglesia temerosa que está encerrada en el cenáculo, queremos ser la Iglesia solidaria que se anima a acercarse a los más pobres, a curarlos y a recibirlos. No queremos ser esa Iglesia desilusionada, que abandona la unidad de los apóstoles y se vuelve a Emaús, queremos ser la Iglesia convertida, que después de recibir y reconocer a Jesús como compañero de camino de cada uno, emprende el retorno al cenáculo, vuelve llena de alegría a la cercanía con Pedro, acepta integrar con otros la propia experiencia de proximidad y persevera en la comunión.
Podemos decir que la medida de la esperanza está proporcionalmente relacionada con el grado de proximidad que se da entre nosotros”
Para acercar a Dios al hombre de nuestro tiempo, tan alejado de Dios en la vida diaria, necesitamos ‘projimidad’, cercanía no sólo física, sino afectiva y espiritual. Pídamosla para nuestros sacerdotes y seminaristas.

+Manuel Sánchez Monge,
Obispo de Santander