CLAUSURA DEL AÑO DE LA VIDA CONSAGRADA
S. I. Catedral Basílica de Santander, 6.02.2016

Queridos consagrados y consagradas, queridos hermanos todos:
Al clausurar en nuestra diócesis el Año de la Vida Consagrada vamos a repasar los objetivos que el papa Francisco proponía al convocarlo:

1. El primer objetivo era mirar al pasado con gratitud. Este año hemos podido conocer más de cerca la rica historia carismática de vuestros Institutos. Cómo la experiencia de los comienzos ha ido creciendo y desarrollándose, expandiéndose en nuevos contextos geográficos y culturales, dando vida a nuevos modos de actualizar el carisma, de los que han nacido nuevas iniciativas y formas de caridad apostólica. Demos gracias a Dios, que ha regalado a la Iglesia tantos dones, que la embellecen como si se tratara de un jardín de hermosas y olorosas flores (cf. Lumen gentium, 12). No obstante sus debilidades, hoy proclamamos ante el mundo que la Vida Consagrada alberga mucha santidad y vitalidad en  su seno.

2. Este Año la Vida Consagrada ha sido invitada a vivir el presente con pasión. La memoria agradecida del pasado nos impulsa, escuchando atentamente lo que el Espíritu dice a la Iglesia de hoy, a poner en práctica de manera cada vez más profunda los aspectos constitutivos de la vida consagrada.

Desde los comienzos del Ordo virginum y el primer monacato, hasta las actuales «nuevas formas de Vida Consagrada», toda vida consagrada ha nacido de la llamada del Espíritu a seguir a Cristo como se enseña en el Evangelio (cf. Perfectae caritatis, 2). Para los fundadores y fundadoras, la regla suprema ha sido el Evangelio. Cualquier otra norma quería ser únicamente una expresión del Evangelio y un instrumento para vivirlo en plenitud. Su ideal era Cristo, unirse a él totalmente, hasta poder decir con Pablo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1,21); los votos tenían sentido sólo para realizar este amor apasionado. Por eso podemos decir que sólo se puede vivir el presente con pasión si nos dejamos interpelar por el Evangelio. El Evangelio es exigente y requiere ser vivido con radicalidad y sinceridad. No basta leerlo, no es suficiente meditarlo, Jesús nos pide vivirlo.

Hemos de preguntarnos al final del Año de la Vida Consagrad, ¿es Jesús realmente nuestro primero y único amor, como nos propusimos cuando hicimos los votos o las promesas sacerdotales? Sólo si es así, podemos y debemos amar en la verdad y la misericordia a toda persona que encontramos en nuestro camino.  Porque habremos aprendido de Cristo lo que es el amor y cómo amar: sabremos amar porque tendremos su mismo corazón.

El Año de la Vida Consagrada nos interpela sobre la fidelidad a la misión que se nos ha confiado. Nuestras obras, nuestras presencias, ¿responden a lo que el Espíritu ha pedido a los fundadores, son adecuados para abordar su finalidad en la sociedad y en la Iglesia de hoy? ¿Hay algo que cambiar? ¿Tenemos la misma pasión por nuestro pueblo, somos cercanos a él hasta compartir sus penas y alegrías, así como para comprender verdaderamente sus necesidades y poder ofrecer nuestra contribución para responder a ellas? «La misma generosidad y abnegación que impulsaron a los fundadores – decía san Juan Pablo II – deben moveros a vosotros, sus hijos espirituales, a mantener vivos sus carismas. Ellos, con la misma fuerza del Espíritu que los ha suscitado, siguen enriqueciéndose y adaptándose, sin perder su carácter genuino, para ponerse al servicio de la Iglesia y llevar a plenitud la implantación del Reino de Dios”.

Vivir el presente con pasión es hacerse «expertos en comunión». En una sociedad del enfrentamiento, de difícil convivencia entre las diferentes culturas, de la prepotencia con los más débiles, de las desigualdades, estamos llamados a ofrecer un modelo concreto de comunidad que, a través del reconocimiento de la dignidad de cada persona y del compartir el don que cada uno lleva consigo, permite vivir en relaciones fraternas.

Sed, pues, mujeres y hombres de comunión, haceos presentes con decisión allí donde hay diferencias y tensiones, y sed un signo creíble de la presencia del Espíritu, que infunde en los corazones la pasión de que todos sean uno (cf. Jn 17,21). Vivamos la mística del encuentro: «la capacidad de escuchar, la capacidad de buscar juntos el camino, el método», dejándoos iluminar por la relación de amor que recorre las tres Personas Divinas (cf. 1 Jn 4,8) como modelo de toda relación interpersonal.
3. Abrazar el futuro con esperanza era el tercer objetivo de este Año. No se nos ocultan las dificultades que afronta la vida consagrada en sus diversas formas: la disminución de vocaciones y el envejecimiento, sobre todo en el mundo occidental, los problemas económicos como consecuencia de la grave crisis financiera mundial, los retos de la internacionalidad y la globalización, las insidias del relativismo, la marginación y la irrelevancia social… Precisamente en estas incertidumbres que la Vida Consagra comparte con muchos de sus contemporáneos, se levanta su esperanza, fruto de la fe en el Señor de la historia, que sigue repitiendo: «No tengas miedo, que yo estoy contigo» (Jr 1,8).

La esperanza de la que hablamos no se basa en los números o en las obras, sino en aquel en quien hemos puesto nuestra confianza (cf. 2 Tm 1,12). Para él «nada es imposible» (Lc 1,37). Esta es la esperanza que no defrauda y que permitirá a la vida consagrada seguir escribiendo una gran historia en el futuro. Es el Espíritu Santo el que nos conduce hacia el futuro para continuar haciendo cosas grandes con nosotros.

No cedamos a la tentación de los números y de la eficiencia, y menos aún a la de confiar en las propias fuerzas. Examinemos los horizontes de la vida y el momento presente en vigilante vela. Con Benedicto XVI, repito: «No os unáis a los profetas de desventuras que proclaman el final o el sinsentido de la vida consagrada en la Iglesia de nuestros días; más bien revestíos de Jesucristo y portad las armas de la luz – como exhorta san Pablo (cf. Rm 13,11-14) –, permaneciendo despiertos y vigilantes». Continuemos y reemprendamos siempre nuestro camino con confianza en el Señor.

+Manuel Sánchez Monge,
Obispo de Santander