Bendición del nuevo órgano de la Catedral de Santander, el 12-12-2011 (foto de José Manuel Mochales)

LA MÚSICA EN EL CONTEXTO DE LA BELLEZA LITÚRGICA

«Este mundo en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une a las generaciones y las hace comunicarse en la admiración» (Concilio Vaticano II, Mensaje a los artistas).

1. Una primera aproximación a la belleza
2. La belleza engañosa
3. La paradoja de la belleza doliente
4. Belleza y liturgia
5. El arte al servicio de la celebración
6. La música litúrgica, expresión de la belleza de Dios
7. La música acerca a Dios
8. Una música que eleve
9. El canto litúrgico
10. La educación estética

+Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander

LA MÚSICA EN EL CONTEXTO DE LA BELLEZA LITÚRGICA

«Este mundo en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une a las generaciones y las hace comunicarse en la admiración», decían los obispos del Concilio Vaticano II en el Mensaje a los artistas.

No sabemos si la belleza salvará al mundo como decía aquel conocido personaje de “El idiota”, pero lo que sí sabemos es que la belleza da que pensar, abre la mente a horizontes desconocidos, suscita un viaje espiritual, cuyo destino no sabemos con anticipación. Evoca, en definitiva, un misterio que trasciende, pero que, de algún modo, percibimos, aunque sea intermitentemente a través de las formas bellas que la naturaleza ha generado por sí misma o que los artistas crearon con talento y tesón. Afirmó Dostoievski: “La humanidad puede vivir sin la ciencia, puede vivir sin pan, pero sin la belleza no podría seguir viviendo, porque ya no habría nada que hacer en el mundo. Todo el secreto radica aquí, toda la historia está aquí”.

¿Qué es la belleza? La belleza se contempla, no se define. Ante la belleza más conviene el silencio que la palabra. Y a ella tan sólo nos podemos acercar con un sagrado respeto y por aproximaciones… La belleza es realmente un misterio. Hasta que la verdad y el bien no son percibidos como belleza, permanecen de alguna manera extraños al hombre. Se le imponen desde fuera; el hombre se adhiere a ellos, pero no los posee. Exigen de él una obediencia que en cierto modo les mortifica. Pero cuando realmente ha gustado la belleza que encierran en sí lo verdadero y lo bueno, entonces toda mortificación y todo esfuerzo desaparecen. Todo su ser, toda su vida no son más que testimonio de la perfección alcanzada. La belleza es conocimiento, ciertamente; pero se trata de una forma superior de conocimiento, puesto que toca al hombre con toda la profundidad de la verdad.

Lo bello dice más que lo verdadero o lo bueno. Decir que un ser es bello no es sólo reconocerle una inteligibilidad que lo hace amable; significa también reconocer que nos atrae. Más aún, nos capta mediante una irradiación que despierta el asombro. La verdad revelada –afirma el jesuita P. Marko Iván Rupnik – es el amor y el amor realizado es la belleza. La belleza verdadera no es cosmética ni romanticismo ni idealismo, sino el drama de la unificación del mundo. El principio de la belleza es, pues, la atracción, la fascinación, no la demostración, no una argumentación aplastante. Para la evangelización del mundo contemporáneo me parece muy importante el principio estético: presentar a Jesucristo como alguien capaz de seducir y la vida de la Iglesia como la fascinación que atrae, que conmueve a causa del estilo de la vida. Esto crea en torno a la Iglesia una sana simpatía y no temores, miedos y conflictos. Así se estimula la libre adhesión.

El encuentro con la belleza es como una sacudida emotiva y saludable que permite al ser humano salir de sí mismo, trascenderse, que lo entusiasma, atrayéndolo hacia lo más elevado, lo más sublime. El encuentro con la belleza es una experiencia que arranca a la persona del acomodamiento cotidiano y le recuerda un mundo originario perdido, y simultáneamente lo induce a su búsqueda. El dardo de la nostalgia le hiere y, justamente de este modo, le da alas y lo atrae hacia lo alto.

Pero en el camino hacia la belleza misma, el ser humano puede encontrarse con la belleza falsa, que le ciega y aprisiona encerrándolo en sí mismo. Es una belleza que no despierta la nostalgia por lo Inefable, la disponibilidad al ofrecimiento, al abandono de uno mismo, sino que provoca el ansia de poder, de posesión y de mero placer. Es aquella experiencia de la belleza a la que alude el Génesis en el relato del pecado original: Eva vio que el fruto del árbol era «bello», bueno para comer y «agradable a la vista». La belleza, tal como la experimenta, despierta en ella el deseo de posesión y la repliega sobre sí misma. ¿Quién no reconocería, por ejemplo en la publicidad, esas imágenes que con habilidad extrema están hechas para tentar irresistiblemente al hombre a fin de que se consuma de todo y busque la satisfacción inmediata en lugar de abrirse a algo distinto de sí?

La belleza es ambigua: «Vana es la hermosura», leemos en el libro de los Proverbios (Prov. 31,30). Y en el libro de Daniel nos encontramos esta frase: «la belleza te sedujo» (Dan 13,56). En la profecía de Ezequiel se denuncia: «tu corazón se enorgulleció por tu belleza» (Ez 28,17). La belleza erótica, en concreto, se ha convertido en el gran ‘objeto de culto’. Porque «Dios -escribe P. Evdokimov- no es el único que se reviste de belleza, el mal lo imita y convierte la belleza en una realidad profundamente ambigua». La seducción de la belleza puede conducir al pecado, ya desde Eva. Porque la belleza que experimentamos en este mundo es fragmentaria. «Me arrojaba, deforme, sobre estas formas de belleza que son criaturas tuyas […] las cuales ni existirían si no las hicieras tú existir», confiesa S. Agustín narrando su propia experiencia vital.

La belleza creada se convierte así en el campo donde el ser humano puede ejercer su libertad. Un filósofo del renacimiento G. Pico della Mirandola pone estas palabras en boca de Dios: «Te he colocado en medio del mundo para que eligieses mejor lo que hay en él. No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, para que por ti mismo, como libre y soberano artista, te plasmases y te esculpieses en la forma que escojas. Podrás degenerar en las cosas inferiores que son los brutos; podrás, según tu voluntad, regenerarte en las cosas superiores que son divinas».

Rechazar la belleza falaz que encierra al hombre en sí mismo y captar la belleza de Dios, dejándose seducir por ella de forma gratuita y desinteresada, son en el fondo los desafíos que el cristiano tiene delante mientras camina por el mundo. «Nuestra alma –no duda en afirmar S. Agustín- es fea a causa del pecado; se hace hermosa amando a Dios que es la misma belleza. En la medida en que crece en ti el amor crece la belleza».

La cultura postmoderna ha incrementado la estima de la belleza aunque ha rebajado el interés por la verdad y por los grandes empeños éticos con vistas a la transformación de la sociedad y de la historia. En no pocas ocasiones ha caído en la tentación del esteticismo, o sea, del cultivo exclusivo del aspecto formal de la belleza que termina convirtiéndose en formalismo hueco, gravemente esterilizador en la vida de la fe. Se queda en la pura apariencia, que empuja a nuestros contemporáneos a engañarse creyendo hallar en la belleza efímera y aparente la razón de su existencia. Ha podido afirmar Iván Gobry: “Cuanto más atrae el objeto sensible por su belleza, tanto más el hombre abandona la propia interioridad por la exterioridad. Éste es el triunfo del esteticismo, que hace de la belleza el primer valor, digno de destronar el bien”. Nuestras sociedades, en las que dominan con prepotencia los mensajes de la publicidad, producen cánones falsificados de una belleza provocativa, cuyo objetivo único es suscitar el placer de los sentidos, desatar el deseo de poseer y consumir. La belleza que conduce a Dios, en cambio, no puede reducirse a un esteticismo efímero, no se deja instrumentalizar ni dominar por los métodos engañosos de consumo. Tiene otro horizonte, una naturaleza diferente; es, como habría dicho Pascal, ‘de otro orden’.

La singular belleza de Cristo hace que sea modelo de vida verdaderamente bella. En él se refleja la santidad de una vida propia del Hijo del Dios vivo y belleza suma. La belleza es “un tema que invita a reflexionar sobre una característica esencial del acontecimiento cristiano, pues en él nos sale al encuentro Aquel que en carne y sangre, de forma visible e histórica, trajo a la tierra el esplendor de la gloria de Dios. En la nueva alianza la gloria de Yahvé no aparece ya en el templo, sino en Jesús de Nazaret, en quien vemos la gloria del Padre, lleno de gracia y de verdad (Jn 1,36; 1,14) que se irradia en su enseñanza, en sus parábolas, en sus milagros, sobre todo en su preciosa humanidad y luego en la luz de la Pascua que ilumina al mismo Crucificado y hace de la Cruz la fuente de la belleza más pura.

Finalmente, bella es la comunidad de los creyentes en el Resucitado, la Iglesia, cuya comunión es signo luminoso, lleno de fuerza y poder de convicción del Reino ya llegado (Hech. 2, 44–47; 4, 32–35). Mirar a Jesús es ser embellecidos, gustar la dulzura espiritual, adquirir sabiduría y rebosar de una alegría divina. Así lo enseña S. Gregorio de Agrigento:
“Pero también ahora es cosa dulcísima fijar en él los ojos del espíritu, y contemplar y meditar interiormente su pura y divina hermosura y así, mediante esta comunión y este consorcio, ser iluminados y embellecidos, ser colmados de dulzura espiritual, ser revestidos de santidad, adquirir la sabiduría y rebosar, finalmente, de una alegría divina que se extiende a todos los días de nuestra vida presente. Esto es lo que insinuaba el sabio Eclesiastés cuando decía: Si uno vive muchos años, que goce de todos ellos. Porque realmente aquel Sol de justicia es fuente de toda alegría para los que lo miran; refiriéndose a él, dice el salmista: Gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría; y también: Alegraos, justos, en el Señor, que merece la alabanza de los buenos” (S. GREGORIO DE AGRIGENTO, Comentario sobre el libro del Eclesiastés: Libro 10, 2: PG. 98, 1139)

En Cristo, ‘el más bello de los hijos de los hombres’ (Salmo 45) y, al mismo tiempo, paradójicamente, el varón de dolores en quien «no hay parecer, no hay hermosura para que le miremos, ni apariencia para que en él nos complazcamos» (Is 53, 2), la estética griega queda superada. Desde entonces, la experiencia de la belleza ha recibido una nueva profundidad y un nuevo realismo. «Quien es la belleza misma se ha dejado golpear el rostro, escupir a la cara, coronar de espinas. Pero precisamente en este rostro tan desfigurado aparece la auténtica belleza: la belleza del amor que llega «hasta el final» y que se revela más fuerte que la mentira y la violencia”. El cardenal C. Schönborg advierte: “Cristo, con su encarnación, ha traído un nuevo “canon de Belleza”. No solamente ha restablecido la belleza original de la creación, perdida y profanada por el pecado y por el mal, sino que ha traído, en su persona, la fuente de toda belleza. Desde él se expande por el mundo el agua viva de la belleza. Y toda la belleza del mundo, tanto la de la naturaleza como la de la virtud o el arte, es una irradiación de su Belleza… que se ha vuelto accesible por su encarnación”.

En Cristo encontramos la belleza de la verdad y la belleza del amor; pero, como sabemos, el amor implica también la disponibilidad a sufrir, una disponibilidad que puede llegar incluso a la entrega de la vida por aquellos a quienes se ama (cf. Jn 15, 13).

Hay, pues, una belleza moral que va mucho más allá de la belleza física: La belleza no es algo reducido al rostro o al cuerpo. Cuando se conoce por dentro a una persona, la mirada no se detiene en su aspecto corporal, sino que alcanza a la persona en su condición verdadera y única. El rostro arrugado de la madre, el sonido de sus palabras, dejan traslucir toda la hermosura espiritual que lleva dentro. Lo mismo podemos decir de un acto de lucha por la justicia, un gesto de generoso perdón, la capacidad de sacrificio por un gran ideal vivido con alegría… Todas estas acciones encierran una enorme belleza y por eso tienen capacidad de atracción espiritual.

“A menudo he afirmado –advertía el cardenal Ratzinger- que estoy convencido de que la verdadera apología de la fe cristiana, la demostración más convincente de su verdad contra cualquier negación, se encuentra, por un lado, en sus santos y, por otro, en la belleza que la fe genera. Para que actualmente la fe pueda crecer, tanto nosotros, como los hombres que encontramos, debemos dirigirnos a los santos y hacia lo Bello”. También insistía en que la belleza acerca a Dios: “El fulgor de la belleza contemplada abre el espíritu al misterio de Dios. Cuando el amor y la búsqueda de la belleza brotan de una mirada de fe, se logra penetrar en lo más profundo de las cosas y entrar en contacto con Aquel que es la fuente de todo lo que es bello”.

Belleza es otro nombre de Dios. «Se llama hermoso a Dios –afirma Dionisio Areopagita-, porque es completamente hermoso […] De esta hermosura proceden todas las cosas bellas […] El Hermoso es principio de todas las cosas en cuanto causa eficiente que mueve el universo y lo sostiene junto con el amor a la propia hermosura; es también el fin de todas las cosas […] y la causa ejemplar, porque todas las cosas se definen con referencia a él». Dios es bello porque es uno y trino. Como no hay música donde no exista un oído capaz de escucharla, así no hay belleza donde no hay un ojo para admirarla. ¿Para quién sería bello Dios si no fuese trino? Ninguna criatura está en condiciones de percibir y saborear la belleza divina porque es infinita y trascendente. La belleza es un atributo de la persona antes que de la naturaleza. La belleza trinitaria es un camino por explorar. Es una belleza de relación. Es la belleza que Rublev logró plasmar en el icono de la Trinidad: una belleza que nace del cruce de miradas y sus movimientos. Una belleza no estática, sino dinámica. Si se reproducen las figuras del icono separadamente, se rompe el encanto y el icono pierde toda su fuerza.

“Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé», reconoce S. Agustín. Y continúa preguntándose: «Pero ¿qué es lo que amo cuando te amo? No una belleza material ni la hermosura del orden temporal. No es el resplandor de la luz amiga de los ojos. No la suave armonía de melodías y canciones, ni la fragancia de flores, de perfumes y aromas. No el maná, ni la miel, ni miembros gratos a los abrazos de la carne. No, nada de eso amo cuando amo a mi Dios. Y sin embargo, cuando le amo es cierto que amo una cierta luz y una cierta voz, un perfume, un alimento y un abrazo. Luz, voz, perfume, alimento, y abrazo de mi hombre interior, donde mi alma está bañada por una luz que escapa al espacio, donde oye una música que no arrebata el tiempo, donde respira la fragancia que no disipa el viento, donde gusta comida que no se consume comiendo y donde abraza algo de lo que la saciedad no puede esperar. Esto es lo que amo cuando amo a mi Dios».

Afirma S. Hilario de Poitiers: «En el Padre se realiza la inmensidad, en el Hijo la manifestación, en el Espíritu Santo la fruición (fruitio)». Y S. Agustín comenta: «El inefable abrazo del Padre y de la Imagen [el Hijo] no se da sin fruición, sin caridad, sin gozo. Este amor, placer, felicidad, bienaventuranza -si es que existe alguna palabra humana capaz de expresar estas cosas- que Hilario llamó ‘fruición’, en la Trinidad es el Espíritu Santo que no es engendrado, sino que es la suavidad del genitor y engendrado e inunda con su liberalidad y sobreabundancia todas las criaturas según su capacidad, a fin de que conserven su orden y reposen en su propio lugar».

Bello es el templo, bella es la liturgia, bello es cantarle alabanzas al Altísimo, es bello estar reunidos en su nombre, es bella la amistad. Es bello trabajar juntos, incluso con todas las complicaciones, lentitudes y fatigas que comporta. Sin embargo, la belleza se convierte también en tarea y urgencia en tiempos de decaimiento del gusto estético y de marginación de lo bello.

“La relación entre el misterio creído y celebrado se manifiesta de modo peculiar en el valor teológico y litúrgico de la belleza. En efecto, la liturgia, como también la Revelación cristiana, está vinculada intrínsecamente con la belleza: es veritatis splendor. En la liturgia resplandece el Misterio pascual mediante el cual Cristo mismo nos atrae hacia sí y nos llama a la comunión. En Jesús, como solía decir san Buenaventura, contemplamos la belleza y el fulgor de los orígenes. Este atributo al que nos referimos no es mero esteticismo sino el modo en que nos llega, nos fascina y nos cautiva la verdad del amor de Dios en Cristo, haciéndonos salir de nosotros mismos y atrayéndonos así hacia nuestra verdadera vocación: el amor. Ya en la creación, Dios se deja entrever en la belleza y la armonía del cosmos (cf. Sb 13,5; Rm 1,19-20). Encontramos después en el Antiguo Testamento grandes signos del esplendor de la potencia de Dios, que se manifiesta con su gloria a través de los prodigios obrados en el pueblo elegido (cf. Ex 14; 16,10; 24,12-18; Num 14,20-23). En el Nuevo Testamento se llega definitivamente a esta epifanía de belleza en la revelación de Dios en Jesucristo. Él es la plena manifestación de la gloria divina. En la glorificación del Hijo resplandece y se comunica la gloria del Padre (cf. Jn 1,14; 8,54; 12,28; 17,1). Sin embargo, esta belleza no es una simple armonía de formas; « el más bello de los hombres » (Sal 45[44], 33) es también, misteriosamente, quien no tiene « aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres […], ante el cual se ocultan los rostros » (Is 53,2). Jesucristo nos enseña cómo la verdad del amor sabe también transfigurar el misterio oscuro de la muerte en la luz radiante de la resurrección. Aquí el resplandor de la gloria de Dios supera toda belleza mundana. La verdadera belleza es el amor de Dios que se ha revelado definitivamente en el Misterio pascual.

La belleza de la liturgia es parte de este misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra. El memorial del sacrificio redentor lleva en sí mismo los rasgos de aquel resplandor de Jesús del cual nos han dado testimonio Pedro, Santiago y Juan cuando el Maestro, de camino hacia Jerusalén, quiso transfigurarse ante ellos (cf. Mc 9,2). La belleza, por tanto, no es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación. Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la acción litúrgica resplandezca según su propia naturaleza”

La relación profunda entre la belleza y la liturgia nos lleva a considerar con atención todas las expresiones artísticas que se ponen al servicio de la celebración. Un elemento importante del arte sacro es ciertamente la arquitectura de las iglesias, en las que debe resaltar la unidad entre los elementos propios del presbiterio: altar, crucifijo, tabernáculo, ambón, sede. A este respecto, se ha de tener presente que el objetivo de la arquitectura sacra es ofrecer a la Iglesia, que celebra los misterios de la fe, en particular la Eucaristía, el espacio más apto para el desarrollo adecuado de su acción litúrgica. La naturaleza del templo cristiano, en efecto, se define por la acción litúrgica misma, que implica la reunión de los fieles (ecclesia), los cuales son las piedras vivas del templo (cf. 1 P 2,5).

El mismo principio vale para todo el arte sacro, especialmente la pintura y la escultura, en los que la iconografía religiosa se ha de orientar a la mistagogía sacramental. Un conocimiento profundo de las formas que el arte sacro ha producido a lo largo de los siglos puede ser de gran ayuda para los que tienen la responsabilidad de encomendar a arquitectos y artistas obras relacionadas con la acción litúrgica. Por tanto, es indispensable que en la formación de los seminaristas y de los sacerdotes se incluyan nociones de historia del arte como materia importante, con especial referencia a los edificios de culto, según las normas litúrgicas. En todo lo que concierne a la Eucaristía ha de haber gusto por la belleza. También hay que respetar y cuidar los ornamentos, la decoración, los vasos sagrados, para que, bien dispuestos entre sí, manifiesten la unidad de la fe y refuercen la devoción ante el misterio.

“Para ensalzar la Palabra de Dios durante la celebración litúrgica, se tenga también en cuenta el canto en los momentos previstos por el rito mismo, favoreciendo aquel que tenga una clara inspiración bíblica y que sepa expresar, mediante una concordancia armónica entre las palabras y la música, la belleza de la palabra divina. En este sentido, conviene valorar los cantos que nos ha legado la tradición de la Iglesia y que respetan este criterio. Pienso, en particular, en la importancia del canto gregoriano”

El libro de los Salmos nos da una idea de la riqueza de instrumentos así como de los diferentes modos de cantar que se practicaban en Israel. En su poesía hecha oración se nos muestra la diversidad de experiencias que se convirtieron en plegaria y cántico ante Dios. Aflicción, lamento, temor, esperanza, confianza, agradecimiento, alegría…, toda la vida queda reflejada en el diálogo con Dios. Lo que llama la atención es que incluso el lamento en una situación desesperada, casi siempre acaba con una palabra de confianza en la acción salvífica de Dios. El cántico dirigido a Dios se eleva por encima de la situación desesperada y se dirige a Dios como refugio. Finalmente, tengamos en cuenta que los salmos nacen frecuentemente de experiencias personales de sufrimiento y de acogida, pero casi siempre acaban en la oración común del pueblo israelita.

La música es sublime porque permite acercarse a Dios. El hombre ha sido creado por Dios y Dios es «armonía plena», sin disonancias; se ha escrito que «nosotros formamos parte de un gran concierto universal, dirigido por el divino Director». De Dios, armonía plena y perfecta, los grandes músicos logran sacar inspiración para traspasar a sus composiciones algo de la perfección infinita. En la Sagrada Escritura la música parece destinada a la alabanza de Dios, el canto de alabanza es una oración modulada, armoniosa. Quien cultiva la costumbre de orar desarrolla ya la armonía interior de la propia actitud de hablar con Dios. Si logra poner esto en música, mejor todavía. «En el cielo, se ha dicho, oiremos mucha música: más sublime, más extraordinaria que cualquier música que conozcamos, divina… Será una de las expresiones de nuestra felicidad plena, en la comunión eterna con Dios».

García Morente se convirtió al catolicismo escuchando una interpretación de La infancia de Cristo de Berlioz. El mismo Beethoven decía que la música debe hacer resplandecer el fuego del espíritu de los hombres. Paul Claudel, famoso poeta, dramaturgo y diplomático francés, se convirtió al escuchar el canto del Magnificat durante la Misa de Navidad en la basílica de Notre Dame de París en 1886. No había entrado en la iglesia por motivos de fe, sino para encontrar argumentos contra los cristianos. Sin embargo la gracia de Dios actuó en su corazón. No es extraño que luego dijera: es una profanación no querer ver en la naturaleza más que la belleza, sin rendir con ella homenaje a Dios. Aldoux Huxley nos dirá: “Después del silencio, lo que más se acerca a expresar lo inexpresable es la música”. Los grandes compositores, además de grandes genios, han sido hombres profundamente religiosos. J. Haydn afirma su fe cristiana con un ‘Laus Deo’ al final de sus composiciones y nos dejó escritas estas bellas palabras: “Nunca había sido yo tan ferviente devoto como durante el tiempo de componer La Creación, pues todos los días hacía mis oraciones puesto de rodillas para pedir a Dios que me concediera fuerza para acabar felizmente la obra”; con medios sencillos y prácticos al alcance de todos podemos orientar eficazmente nuestros esfuerzos para mayor gloria de Dios y para la salvación de las almas. En palabras de J. Sebastián Bach que escribió en su Orgelbüchklein (Pequeño libro de órgano): ‘para gloria de Dios e instrucción de mi prójimo’.

Transcribo lo que George Steiner, uno de los críticos literarios y analistas del arte y de la cultura más relevante del siglo XX, Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, dice en su obra Errata: el examen de una vida: “Vivir la música, como la humanidad ha hecho desde sus comienzos, es habitar en un ámbito que, por su propia esencia, nos resulta extraño. Y, sin embargo, es precisamente este ámbito el que ejerce sobre nosotros “una soberanía muy superior a la de cualquier otro arte” (Valéry). Es la música la que puede invadir y regir la psique humana con una fuerza de penetración comparable, tal vez, solo a la de los narcóticos o a la del trance referido por los chamanes, los santos y los místicos. La música puede volvernos locos y puede curar la mente enferma. Si puede ser “el alimento del amor”, también puede abastecer los banquetes del odio. (…)

La música en la Iglesia surge como un ‘carisma’ como un don del Espíritu: es la verdadera ‘glosolalia’, la nueva ‘lengua’ que procede del Espíritu. En ella, más allá de lo puramente racional, podemos experimentar la ‘sobria embriaguez’ de la fe. Una embriaguez llena de sobriedad porque Cristo y el Espíritu son inseparables, porque este lenguaje ‘ebrio’, pertenece a una nueva racionalidad que, más allá de toda palabra, sirve a la palabra originaria, que es el fundamento de toda razón.

Todo se encamina, traspasada la pasión, a las bodas del Cordero. Dado que estas bodas parecen siempre anticipadas en la visión de la liturgia eclesial, los cristianos comprendieron que la eucaristía es presencia del esposo y, precisamente por esto, anticipación de la fiesta nupcial de Dios. Pues en ella se hace efectiva esa comunión que tiene su correspondencia en la unión que se da en el matrimonio entre hombre y mujer (cf. Ef 5, 29 – 32; 1 Cor 6,17; Gál 3,28). El cántico de la Iglesia procede, en última instancia, del amor: es el amor el que está en lo más profundo del origen del cantar. ‘Cantare amantis est’. Con ello hemos vuelto a la interpretación trinitaria de la música de la Iglesia: el Espíritu Santo es el amor y en Él está el origen del canto. Él es el Espíritu de Cristo, Él es el que atrae al amor a través de Cristo y de esta forma nos conduce al Padre.

Alguien dijo que la renovación de la Iglesia consiste en las tres haches: hospitalidad, himnos y homilías. Es incuestionable que la música tiene el poder de tocar lo más profundo de nuestras almas y alcanzarnos. Como dijo san Agustín: “Aquel que canta bien, ora dos veces” y por eso la música y el canto de canciones de alabanza (Ef 5,19) son parte integral de la liturgia. Han pasado más de cincuenta años desde que el Concilio Vaticano II publicara la Sacrosanctum concilium, el primero de sus dieciséis documentos. Esta constitución supuso un llamamiento a la renovación de todos los aspectos de la liturgia para que los fieles pudieran entrar en una “participación plena, consciente y activa” (SC 14). El contexto de esta llamada a la renovación fue el movimiento litúrgico que comenzó al final del siglo XIX, el cual llevó a los académicos a descubrir más acerca de la manera en que la Iglesia primitiva celebraba la eucaristía y cómo se había desarrollado esta celebración a lo largo de los siglos.

Lo que en origen había sido una experiencia unificada de alabanza para todo el pueblo de Dios, lo mismo laicos que religiosos, ya en la Edad Media había degenerado en tres modos diferentes de participación. El primero era para la persona del sacerdote, cuya oración era prácticamente solitaria. Oraba en latín, que ya no era el leguaje del pueblo, y lo hacía en silencio. El segundo era para el coro, el cual cantaba versiones elaboradas de las oraciones que tiempo atrás habían sido propias de la asamblea. El tercero para los laicos que, apartados del altar, ni cantaban con el coro ni se unían a la Plegaria Eucarística recitada por el sacerdote.

Aquellos que eran cultos podían intentar seguir la liturgia con su propio misal, pero hasta el siglo XX muchos católicos no sabían leer. Así, los laicos eran meros espectadores pasivos. La asistencia a la eucaristía nacía de un sentido del deber y la obligación de “oir” misa se cumplía con devociones privadas, como el rosario, en las que se dirigía la atención no al altar, sino a la presencia de Jesús en el sagrario.

En los años siguientes al Concilio, se hicieron intentos de llamar a los laicos a una “participación plena, consciente y activa” y se vio en la música la principal vía para efectuar este cambio. Tristemente, lo que siguió en aquellas décadas fue un abandono total de lo bello y trascendente a favor de lo funcional. La participación se definió de una manera reduccionista y la calidad de la música litúrgica descendió notablemente. En aquella época, arraigó con profundidad una noción errónea en la Iglesia: lo viejo es malo y lo nuevo es bueno. En reacción surgió una perspectiva alternativa igualmente equivocada: lo nuevo es malo y lo viejo es bueno.

Por esta razón, la música en las celebraciones litúrgicas tiene que utilizar tanto lo viejo como lo nuevo, resistiendo a la tentación de conformarse con una especie de mínimo común denominador. La uniformidad no es un valor católico y la diversidad tendría que ser integrada en nuestra experiencia de la música y la liturgia sin miedo. Debemos sacar con audacia los tesoros musicales antiguos y darles un lugar en nuestra liturgia. La alabanza de la Iglesia es mucho más grande que los gustos del momento (Cf. J. MALLON, Una renovación divina, BAC, Madrid 2016, 123-126)

El canto posee un valor humano extraordinario porque expresa sentimientos y actitudes, evoca recuerdos, refuerza la palabra y crea comunión. No es extraño, pues, que sea ingrediente imprescindible en las fiestas. También posee indudables valores religiosos. Pero los valores humanos y religiosos del canto y de la música son ennoblecidos y potenciados en las asambleas litúrgicas, en las que Dios habla a su pueblo y éste le responde con el canto convertido en oración (cf SC 33). En el canto no se mira sobre todo la ejecución brillante sino la profesión de fe. La liturgia no puede convertirse en un hermoso concierto donde los fieles permanecen “mudos y pasivos espectadores” (SC 48).

Porque el canto no es un mero adorno sino ‘parte integrante e integral de la liturgia solemne’ (SC 112; cf. CEE 1156). Es verdad que la música en la liturgia tiene una ‘función ministerial’ (SC 112), es decir, que no es autónoma, está al servicio del conjunto de la celebración, como otros elementos (lecturas, gestos, silencio). Pero no podemos olvidar que el canto y la música participan incluso de la dimensión simbólica y sacramental de la liturgia. De alguna manera podemos decir que son signos eficaces del acontecimiento que se celebra. La música reviste la palabra de Dios y le confiere una mayor fuerza expresiva, significativa y santificadora ya sea proclamada o ya sea meditada, como en la plegaria de la asamblea o de los ministros, contribuyendo decisivamente a hacer realidad la capacidad de la liturgia de introducir en el misterio. El canto es algo más que un medio de solemnizar la liturgia, o de hacerla amable y espiritual. Conlleva implicaciones espirituales muy concretas para que sea el cántico nuevo que elevamos al Señor. Cantar no estorba el recogimiento, sino que ya de por sí es oración y medio de participación. Cantar en la liturgia terrena es preludio y degustación de la liturgia eterna, donde cantaremos, alabaremos y amaremos al que está sentado en el Trono y al Cordero.

El canto ayuda mucho a la participación común, plena, consciente y activa, pero a condición de que el canto no sea algo añadido ni superpuesto a la acción litúrgica, buscando ritmos extraños a la calidad artística de la música ni letras tendentes al sentimentalismo y la subjetividad. “Entre los fieles, los cantores o el coro ejercen un ministerio litúrgico propio, al cual corresponde cuidar de la debida ejecución de las partes que le corresponden, según los diversos géneros de cantos, y promover la activa participación de los fieles en el canto” (IGMR 103).

No se puede olvidar tampoco la fuerza evangelizadora y catequética de los cantos litúrgicos. De ahí la importancia que adquiere la letra, a cuyo servicio deben estar la melodía y el ritmo. Un texto cantado se memoriza siempre mejor que un texto leído. El canto pone de manifiesto, por otra parte, el carácter comunitario y eclesial del culto cristiano, de manera que la unidad en el canto es expresión y cauce de la comunidad de fe y de sentimientos

«El canto de la asamblea es particularmente adecuado para expresar la alegría del corazón, pone de relieve la solemnidad y fomenta la participación de la única fe y del mismo amor. Por ello, se debe favorecer su calidad, tanto por lo que se refiere a los textos como a la melodía, para que lo que se propone hoy como nuevo y creativo sea conforme con las disposiciones litúrgicas y digno de la tradición eclesial que tiene, en materia de música sacra, un patrimonio de valor inestimable». Son palabras del Papa S. Juan Pablo II en la Carta Apostólica Dies Domini número 59. Y el mismo Papa no dudaba en recomendar: “Hace falta rogar a Dios no sólo con fórmulas teológicamente exactas, sino también de modo bello y digno. Por lo que se refiere a esto, la comunidad cristiana debe hacer un examen de conciencia para que retorne a la liturgia la belleza de la música y del canto”.

La “Ordenación general de la Liturgia de las Horas” dice: “No debe ser considerado el canto como un cierto ornato que se añade a la oración como algo extrínseco, sino más bien como algo que dimana de lo profundo del espíritu del que reza y alaba a Dios” (n 270). El canto forma parte integral de la liturgia cristiana. Esta realidad emerge como dato ya contrastado en la primitiva tradición cultual de la Iglesia. El valor del canto no sólo es estético, sino teológico. El canto da una fuerza particular a la palabra y favorece la percepción del sentido espiritual de los textos litúrgicos. Nos referimos, evidentemente, no a una música que desfigura el texto, sino que lo realza.

Pero el canto litúrgico debe responder a los siguientes requisitos: la música debe estar estrechamente unida a la Palabra de Dios, en consonancia con el tiempo y el momento litúrgico al que está destinado, y a la adecuada correspondencia a los gestos que el rito propone. En efecto, los diversos momentos litúrgicos exigen una expresión musical propia, siempre idónea para expresar la naturaleza propia de un rito determinado, ya sea proclamando las maravillas de Dios, ya sea manifestando sentimientos de alabanza, de súplica o incluso de tristeza por la experiencia del dolor humano, experiencia que la fe abre a la perspectiva de la esperanza cristiana.

Ciertamente, mientras vivimos, la verdad, el bien y la belleza no serán nunca para el hombre posesión plena. Más bien constituirán para él una meta hacia la que ha de caminar sin detenerse. Pero, al final, el viaje terminará en el puerto de la belleza. Porque el destino del hombre es la visión de Dios y Dios es la misma belleza. Pero la belleza necesita ser captada por el ser humano. Se trata, por lo tanto, de acostumbrar a nuestros sentidos a saber captar la belleza.

Para Santo Tomás de Aquino bello es aquello cuya contemplación nos complace. Pero hay que detenerse y contemplar, porque la poesía, la belleza, existen en lo que nos rodea, pero muchas veces no sabemos apreciarla. Y sin embargo, la felicidad consiste en conocer, en saber mirar. Somos, a veces, como niños que miran a los muros impenetrables que nos rodean, en lugar de mirar a través de la ventana de la vida, como decía Charles Morgan en El escritor y su mundo.

Es importante que, con el fin de que nuestras vidas sean más ricas, cultivemos la educación estética para conseguir ese oído atento al ser de las cosas que reclamaba Heráclito, cuya recompensa es el gozo en el conocer, en la contemplación. Y el arte es, sin duda, un ingrediente básico para ese enriquecimiento interior. Significa abrir el espíritu a horizontes de grandeza. Además, dejar de lado el arte significa también un retroceso cultural lamentable

+Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander

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