Tenemos el gozo de celebrar la festividad de Nuestra Señora la Virgen del Pilar. Mencionarla es evocar los comienzos de la evangelización de nuestra tierra. Desde su columna del Pilar en Zaragoza, María guía y conduce nuestra historia de fe. En medio de nuestra peregrinación, Ella nos precede y nos anima, nos asegura el cumplimiento de las promesas de Dios y nos hace sentir pueblo peregrino y solidario. En definitiva, como buena madre, nos hermana y nos une en una sola familia. En la oración colecta hemos pedido al Señor que nos dé, por medio de su Madre, «fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor».

  1. Fortaleza en la fe

Como su prima Isabel le decimos a María: «Dichosa tú que has creído» (Lc 1, 45). Ella creyó y confió siempre en Dios. Durante toda su vida estuvo unida a Dios con la firmeza indestructible de su fe. Una fe que se tradujo siempre en una actitud de permanente disponibilidad: «Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mí según tu Palabra» (Lc 1, 38).

Hoy querernos compartir el gozo profundo que derrama en el corazón de los creyentes la fe en Dios. Por la fe Dios es norte, cobijo, asidero y cimiento de nuestra vida. Una auténtica renovación de los cristianos pasa necesariamente por conseguir una fe que ha de ser madura y ha de incidir en la vida social. Cada uno de los discípulos de Jesús tiene que dar testimonio vivo de ese amor personal que echa sus raíces en Dios y se prolonga hacia el prójimo, teniendo por modelo a María que es para nosotros modelo de fe coherentemente vivida.

La fe es luz. La fe no es solo creer sin ver, sino luz para ver en profundidad, más allá de la superficie de las cosas o de la banalidad. No todo puede ser rápido, instantáneo e inmediato. Hay cosas que necesitan tiempo y maduración. Entre ellas, está la realidad de la fe, precisamente en su dimensión de luz. No es fácil entablar una verdadera amistad con Jesucristo porque cambia la vida, no es fácil adquirir el sentido espiritual para descubrir la presencia de Dios en el mundo; verlo presente y actuando en la historia, también la nuestra. Pero la fe no es solo ilustración para la razón o luz para los ojos, la fe es fuerza y fortaleza para soportar la vida en todas las circunstancias, especialmente cuando son negativas y difíciles de soportar. No porque nos haga eludir el dolor, sino porque nos ofrece una posibilidad más amplia de sentido, ya sea para entender las consecuencias de esa situación en carne propia o de forma solidaria en carne ajena y próxima. Desde aquí y en este sentido, la fe actúa por medio del amor y de la caridad para aliviar y transformar la situación concreta que tenemos ante nuestros ojos.

En nuestro tiempo, la fe debe tener verdaderamente la prioridad. Tal vez hace dos generaciones se podía dar por supuesta como algo natural: se crecía en la fe; de algún modo, estaba sencillamente presente como parte de la vida y no se debía buscar de modo especial. Era necesario plasmarla y profundizarla, pero estaba presente como algo obvio. Por eso, creo que es importante tomar nuevamente conciencia de que la fe es el centro de todo: «Tu fe te ha salvado», decía con frecuencia el Señor a los que curaba. Esos enfermos no se curaron porque fueron tocados físicamente, por el gesto exterior, sino porque tuvieron fe. Y también nosotros sólo podemos servir al Señor de un modo vivo si nuestra fe es fuerte y si se hace presente en su abundancia

La situación actual puede ser un momento de gracia que nos conduzca a una fe llena de vitalidad y de fuerza real para transformar al hombre y al mundo: “Hemos de preguntarnos “¿de qué manera la fe, en cuanto fuerza viva y vital, puede llegar a ser hoy realidad? El núcleo de la crisis de la Iglesia en Europa es la crisis de fe. Si no encontramos una respuesta para ella, si la fe no adquiere nueva vitalidad, con una convicción profunda y una fuerza real gracias al encuentro con Jesucristo, todas las demás reformas serán ineficaces.

 2.- Seguridad en la esperanza

El hombre, casi sin darse cuenta busca seguridad, busca apoyos. El sentimiento de seguridad es componente básico del psiquismo humano. La falta de seguridad, al sentirse amenazado o privado de algún apoyo, suscita temor. Podemos intentar apoyarnos en algo: dinero, las propias capacidades, las influencias, etc. La fe es apoyarse en Alguien, en Cristo, y confiar totalmente en El.

En la hora de la Pasión, María permaneció fielmente unida a su Hijo en comunión indecible de amor, dolor y esperanza. María conservó la esperanza el sábado santo justo cuando parece que había desaparecido de nuestro mundo. Cuando cunde el desánimo y la desesperanza, cuando muchos creen que no se puede hacer nada y que no merece la pena trabajar y esforzarse por un mundo nuevo, María es la mujer que espera en Dios, también cuando parece que la esperanza se queda sin cimientos. Confió tan plenamente en Dios, que llegó a ser la Madre de Dios por obra y gracia del Espíritu Santo. La luz de Cristo Resucitado, vida eterna más allá de la muerte, ilumina siempre toda oscuridad de la existencia humana. La esperanza atraviesa el espesor de las tinieblas. María, elevada en cuerpo y alma a los cielos, nos precede como la primera cristiana salvada, como la Nueva Eva. Ella nos empuja, mientras peregrinamos, a superar  el cansancio, el fracaso, el pecado y la misma muerte.

Según la piadosa tradición, María visitó y confortó al apóstol Santiago, que predicaba el Evangelio junto al río Ebro a su paso por Zaragoza. Ella alentó a Santiago en el comienzo de los duros trabajos por el Evangelio. También hoy, la Madre del Señor, nos impulsa y acompaña en la nueva evangelización para actuar con firmeza de fe y audacia apostólica. No hay transmisión del Evangelio sin María, como no hay alumbramiento sin madre, ya que el Evangelio es el mismo Jesucristo, no simplemente algunas ideas o principios morales.

  1. Constancia en el amor

«El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado». María ha vivido a la sombra del Espíritu y bajo sus impulsos durante toda su vida. Este amor, que llenó su corazón, le proporcionó una mirada nueva para ver la realidad. Nada humano le fue extraño. Todo lo miró y lo vivió desde la mirada de Dios sobre ella.

El amor a los hermanos no es algo que nazca de nuestros deseos. ¡Tantas veces nos sentimos humanamente incapaces de amar!, pero es la fe, el amor de Dios derramado en nuestros corazones el que nos hace vencer nuestra incapacidad para amar, y así podemos amar incluso a nuestros enemigos. Es el Espíritu Santo quien viene en nuestra ayuda para que podamos realizar las mismas obras de Cristo, que murió en la cruz disculpando a sus verdugos y pidiendo perdón para ellos: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

Por otra parte, Dios hizo a María junto a la Cruz la madre de todos los hombres. Desde aquella hora todos somos sus hijos y Ella, en Juan, el discípulo amado, nos acoge y ama siempre a todos. María, madre y figura de la Iglesia, es una invitación permanente a hacer de la Iglesia un recinto de acogida para todos los hombres.

Los cristianos, como María, tenemos el reto de acoger a todos, especialmente a los pobres y a cuantos sufren. La pobreza y el sufrimiento humano, como bien sabéis, tienen muchos rostros y muchos nombres: desempleo, drogadicción, alcoholismo, fracaso familiar, fracaso escolar, inadaptación social, despoblación rural, minorias étnicas, ancianos, mujeres maltratadas, niños abandonados… Ninguno de éstos puede encontrar cerrada la puerta de una comunidad cristiana. La fe que no da el fruto de la caridad es una fe muerta. La fe está viva cuando el Evangelio, enseñado por la Iglesia, es la luz que ilumina y guía nuestro comportamiento, nuestro modo de pensar, nuestra manera de situarnos ante Dios y ante las personas. La fe está viva cuando se traduce en obras de caridad constante, en responsabilidad personal en la familia, en el trabajo, en la participación social y ciudadana.

+Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander