El culto del Corazón de Jesús no es mera sensiblería. Al contrario, es la manifestación del Amor de Dios. Un amor capaz de entregarse hasta la muerte, pues «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos». Y Dios hecho hombre ha querido hacer a todos los hombres no sólo amigos íntimos, sino hermanos. Del costado de Cristo, traspasado por la lanza del soldado, brotó sangre y agua. Cristo lo entregó todo, nos dio todo su Amor y penetrando por la llaga de su costado, podemos alcanzar su Corazón y sumergirnos en la inmensidad del Amor divino.
Cristo nos enseña el verdadero amor, pero no con teorías sino haciéndose hombre, mostrándonos su corazón desgarrado hasta el extremo por dar la vida por nosotros. Muriendo nos dio la vida y nos enseñó que para ganar la vida hay que perderla primero. El Sagrado Corazón respira mansedumbre y humildad: “Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt. 11,29). En el corazón del cristiano ha de manifestarse el Corazón de Cristo, su amor al Padre, su celo por las almas, su entrega hasta la muerte. Y de una manera especial su mansedumbre y humildad que él mismo ha relacionado con su corazón. Esto supone una contemplación asidua del Corazón de Jesús para que el nuestro vaya transformándose conforme al suyo. Entrar en el Corazón del Señor supone una transformación muy profunda, un cambio radical en nuestro corazón. Santa Margarita María de Alacoque vivió una experiencia mística en la que vio cómo el Señor cogía su corazón y lo metía dentro del Suyo para devolvérselo incandescente. Esta transformación ocurre, no de golpe, sino progresivamente.
En este mundo que es el reino del orgullo y de la vanidad, donde cada uno pretende alzarse por encima de los otros, Jesús propone otro estilo de vida: la mansedumbre. Si vivimos tensos, engreídos ante los demás, terminamos cansados y agotados. Pero cuando miramos sus defectos con ternura y mansedumbre, podemos echarles una mano y no quedarnos en lamentos inútiles. Para santa Teresa de Lisieux «la caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no escandalizarse de sus debilidades»” (GE 72). Uno de los tesoros más bellos del Corazón de Cristo es la ternura, que supone un corazón libre de pasiones desordenadas. No dejarse arrastrar por las pasiones del momento, que endurecen el corazón y no permiten ver con ojos buenos. Un corazón manso y humilde es de una fuerza inmensa. San Pablo en la Carta a los Efesios nos invita a la mansedumbre: “Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz” (Ef 4, 1-13)
Además de la mansedumbre, hemos de aprender del Corazón de Cristo la humildad. La verdadera humildad no es apocamiento. El humilde guarda silencio sobre sí mismo. Evita hablar de sus cosas, de su salud, de sus gustos, de su familia, en definitiva de lo que hace relación a su persona. Intenta ocultarse y desaparecer. No hace alarde de sus virtudes, sino que siempre está dispuesto a aprender. San Pedro Fabro escogió esta consigna para su vida: ser “el último, el ínfimo, el mínimo”, es decir, tratar de ocupar el último lugar. No como quien realiza una hazaña, sino porque es lo que nos corresponde. La verdadera humildad se forja en la humillación. La humildad lleva a saber rectificar y a pedir perdón. El amor verdadero no es nunca soberbio. El corazón de piedra del hombre moderno necesita ser «ablandado» por la mirada amorosa del Corazón de Dios. Sentir y conocer la propia pequeñez es una de las condiciones previas para «sentir» y vivir la devoción al Sagrado Corazón.
+ Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander