Queridos hermanos sacerdotes:

Con ocasión del Día del Seminario en este año 2018 quiero compartir con vosotros mis preocupaciones sobre las vocaciones sacerdotales en nuestra diócesis. Las vocaciones al sacerdocio escasean y nosotros lo vivimos frecuentemente con inquietud y con sufrimiento. Pero a veces esta situación, más que animarnos, merma nuestra gratitud gozosa a la llamada recibida del Señor e introduce en nuestra vida pesadumbre y tristeza. Cuando debiera llevarnos más bien a vivir con gozo nuestra vocación y a implicarnos más en la pastoral vocacional

 

  • Vivir cada día con gozo agradecido nuestra propia vocación.

 

La llamada de Dios no termina con la ordenación sacerdotal. La llamada de Dios continúa a lo largo de toda la vida. Cada día de nuestra vida pronuncia Dios nuestro nombre y nos dice con amor: «Yo te he elegido para siempre», «Veníos conmigo y os haré pescadores de hombres». Y ante la llamada continuada del Señor, nosotros hemos de responder una y otra vez: «Heme aquí, envíame». Hemos de vivir nuestra fe como obediencia a Dios. Como Abraham y como María.

Integrar la creatividad en la fidelidad en medio de las circunstancias concretas de la existencia, es nuestra tarea de cada día. Seguir a Cristo significa ponerse en camino, defenderse de la esclerosis y el anquilosamiento, para ser un testimonio vivo y creíble del Reino de Dios en este mundo. Escribió Mons. Ricardo Blázquez en 1993: “Continuamos bajo la mirada invitante de Dios cuando envejecemos, cuando se pierde el ‘privilegio’ de la juventud, cuando se gasta una cierta lozanía física y psíquica, cuando el paso del tiempo y la experiencia nos han mostrado las posibilidades reales de la vida. Esta no siempre es atractiva y brillante; la perseverancia paciente y fiel vive de lo escondido, de los resortes últimos y de las motivaciones más hondas. Las situaciones de prueba son oportunidades inestimables para purificar la vocación, para radicarla más esperanzadamente en Dios y menos en nuestra capacidad y nuestras ilusiones, para mostrar el rostro de la fidelidad pascual, es decir de la comunión con Jesucristo en sus padecimientos y en su victoria».

El papel de los sacerdotes es indispensable en la pastoral vocacional. No hay nada más apropiado que un testigo apasionado de la propia vocación para hacerla atractiva, y nada más lógico y coherente en una vocación que engendrar otras vocaciones. El testimonio del sacerdote es el capital vocacional más importante. En la pastoral vocacional se han de hacer llamadas explícitas. No olvidamos que se trata de proponer y no de imponer y de que, en todo caso, se trata de contrarrestar las influencias negativas por parte de nuestra sociedad de cara a una acogida favorable de la vocación de especial consagración.

 

  • Sacerdotes para la nueva etapa evangelizadora

 

El problema vocacional no consiste, sobre todo, en la escasez del número de sacerdotes, sino en que no se escucha la llamada del Resucitado a evangelizar. Son muchos los cristianos, incluso practicantes convencidos, que viven sin sospechar que tienen el encargo de anunciar y comunicar a Jesucristo a los demás… Ahora bien, la llamada a la evangelización no se despierta sin más ni nace automáticamente de la lectura de los programas pastorales. La llamada a la misión sólo se capta en clima de atención, apertura y escucha a Aquel que nos llama. De ahí la importancia de la oración para la misión evangelizadora… Sólo en el encuentro silencioso y amoroso con Jesucristo se escucha la llamada a la misión. El encuentro personal con Cristo, la escucha atenta de su Palabra conmueve, seduce y motiva para la tarea evangelizadora como sacerdotes.

Los sacerdotes que la Iglesia necesita -ha recordado el papa Francisco- “no se improvisan: les forja la preciosa labor formativa del Seminario y la ordenación sacerdotal les consagra para siempre como hombres de Dios y servidores de su Pueblo. Pero puede ocurrir que el paso del tiempo enfríe la generosa entrega de los comienzos, y entonces resulta vano coser piezas nuevas en un vestido viejo: la identidad del presbítero, precisamente porque viene de lo alto, exige de él un camino cotidiano de reapropiación, a partir de lo que le ha hecho un ministro de Jesucristo.

La formación de la que hablamos es una experiencia de discipulado permanente que acerca a Cristo y permite conformarse siempre más a Él. Por eso no tiene término, porque los sacerdotes no olvidan nunca que son discípulos de Jesús, llamados a seguirle. Por tanto, la formación en cuanto discipulado acompaña toda la vida del ministro ordenado y afecta integralmente su persona y su ministerio” (Cf. Discurso a la Plenaria de la Congregación para el Clero, 3 octubre 2014)

 

  • Implicarnos más en la pastoral vocacional.

 

Orar por las vocaciones. Dios está en el origen de toda vocación; llama a los que misteriosamente lleva en el corazón. Sólo Dios puede tocar el espíritu del hombre y decir con voz potente. «Vente conmigo». Como toda vocación es don de Dios, a El debe ser solicitada y agradecida. La perseverancia en la vocación es impensable sin la fuerza de Dios, que todos los días debe ser impetrada. «La Iglesia debe acoger cada día la invitación persuasiva y exigente de Jesús que nos pide que «roguemos al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt. 9,38). Obedeciendo al mandato de Cristo, la Iglesia hace, antes que nada, una humilde profesión de fe, pues al rogar por las vocaciones -mientras toma conciencia de su gran urgencia para su vida y misión- reconoce que son un don de Dios y, como tal, hay que pedirlo con súplica incesante y confiada. Ahora bien, esta oración, centro de toda la pastoral vocacional, debe comprometer no sólo a cada persona sino también a todas las comunidades eclesiales» (JUAN PABLO II, PDV. 38).

Dar testimonio. Vivamos más y mejor la radicalidad evangélica: No significa vivir extremismos ni rigorismos, ni excentricidades ni fanatismo ciego. Es vivir y proponer el Evangelio en toda su belleza, grandeza y exigencia. Sería un engaño y una infidelidad disminuir las exigencias del seguimiento de Jesús. Sin radicalidad no se sigue realmente a Jesucristo, no se colma el corazón, no se descubre la auténtica vocación. Irradiemos la verdadera alegría: La alegría no se identifica con la jovialidad, significa vivir centrados en nuestra misión y vivir habitualmente bien dentro de nuestra propia piel de sacerdotes.  Esa alegría se refleja en la serenidad, paz del corazón, convicción de haber acertado en el camino. Todo presbítero fiel a su vocación, transmite la alegría de servir a Cristo e invita a los cristianos a responder a la llamada universal a la santidad. Para promover las vocaciones específicas al ministerio sacerdotal es indispensable el ejemplo de los que ya han dicho su «sí» a Dios y lo mantienen con fidelidad creativa. El testimonio personal animará a los jóvenes a tomar decisiones comprometidas que determinen su futuro. Para ayudarles es necesario el arte del encuentro y del diálogo capaz de iluminarles y acompañarles. Procuremos también una relación abierta con los jóvenes hecha de cercanía sin miedos ni halagos, vida cristiana ilusionada, fidelidad sin anacronismos, confianza en el futuro, renovación eclesial, sensibilidad con nuestro tiempo…

Plantear la pregunta vocacional y hacer el necesario acompañamiento. Donde no hay una iniciación cristiana seria, no surgen las vocaciones. Necesitan un terreno apropiado. «La crisis (de vocaciones al sacerdocio y al seguimiento de Jesús por el camino de los consejos evangélicos) se va superando progresivamente allí donde se vive con intensidad la fe, se realiza la nueva evangelización y se encarna el misterio pascual de Jesús», dijo en su día S. Juan Pablo II. No basta hablar genéricamente de las vocaciones, se requiere además el atrevimiento confiado y respetuoso para invitar personalmente: «Los educadores, especialmente los sacerdotes, no deben temer el proponer de modo explícito y firme la vocación al presbiterado como una posibilidad real para aquellos jóvenes que muestren tener los dones y las cualidades necesarias para ello. No hay que tener ningún miedo de condicionarles o limitar su libertad; al contrario, una propuesta concreta, hecha en el momento oportuno, puede ser decisiva para provocar en los jóvenes una respuesta libre y auténtica» (JUAN PABLO II, PDV. 39).

Volver al misterio y a la mistagogía. Los grupos que reciben vocaciones son los que tienen sensibilidad para el misterio cristiano y desarrollan una pedagogía mistagógica. Se dijo en el Congreso Europeo de las Vocaciones (1997): «O la pastoral vocacional es mistagógica y por tanto parte una y otra vez del misterio de Dios para llegar al misterio del hombre o no es tal pastoral». Allí donde se vive una intensa vida espiritual, no ‘espiritualista’, allí surgen vocaciones. Porque se presenta a Jesucristo no sólo como una referencia o modelo de conducta, sino como Alguien que vive, está presente en su Iglesia y sigue siendo el Salvador de los hombres. Porque se muestra una Iglesia, que no es simplemente una oferta más de servicio a la humanidad, sino la que ofrece la salvación de Dios en toda su integridad. Porque se enseña a rezar, se introduce en el misterio de los sacramentos y se descubre en los pobres y necesitados el ‘sacramento’ de Jesucristo. Porque se inculca a los jóvenes y adultos no crítica y desafección sobre la Iglesia, sino el gozo de la pertenecer a ella y amarla.

La pedagogía mistagógica implica el acompañamiento para introducir en el misterio, para descubrir la propia realidad de la persona ante Dios, para acercarse a los sacramentos, para iniciación a la oración, para orientación y apoyo en los pequeños compromisos y fidelidades de cada día, que es la base imprescindible para poder dar el paso a un compromiso definitivo y total.

+Manuel Sánchez Monge,
Obispo de Santander