“Mi bastón y mi amigo”

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XOSÉ MANUEL CARBALLO

Con cariño a todas y todos los bastones que me sirvieron y sirven de apoyo en mi camino. También a los desconocidos

Soy consciente de que en los post, postales o artículos que fui enviando a Religión Digital hablo demasiado de mí mismo merecerme el calificativo de propios y extraños de ególatra. No me siento capaz de desentrañar las últimas motivaciones conscientes y subconscientes por las que me muevo, pero a nivel consciente, creo que me mueve el hecho de que, al no ser hombre dotado de capacidades para grandes y altas abstracciones, me tengo que quedar por aquí abajo en lo concreto y cercano; y se da el caso de que lo más cercano que tengo es a mí, a quién voy conociendo cada día un poco más.

En la medida en que mis vivencias y experiencias y las reflexiones a que puedan dar lugar puedan ser comunes o asimilables a las de otras personas, podrán tener acogida e interés estos retazos de vida. Por de pronto no me quejo. Pero, motivos de egolatría, no tengo ninguno, porque casi todo lo que soy me vino dado.

Y, como es de bien nacidos ser agradecidos, quisiera dejar constancia pública de mi gratitud a mi compañero de tantos caminos, mi bastón y eso, no porque el me lo exija, sino para no ser acusado de mal nacido; y así, de paso, expresar agradecimiento a todos los bastones que me ayudaron y me ayudan a sostenerme en pie y seguir caminando.

Me propongo hacerlo en dos artículos, porque en uno solo resultaría un poco extenso y empiezo haciendo un poco de memoria, no sé si histórica, pero procurando que tampoco sea histérica.

Allá por el año 1984, y van 32, sufrí un grave accidente de circulación que me obligó a permanecer hospitalizado durante tres meses, de los que setenta días estuve encamado sin poder levantarme. El problema principalmente se centraba en una grave fractura de pelvis y más concretamente, del acetábulo izquierdo que acoge la cabeza del fémur, a lo que se unió, como consecuencia de la laboriosa operación de esa bóveda, una paresia, -prima hermana de la parálisis- del nervio ciático.

Ya antes de dejar el hospital había empezado a moverme en silla de ruedas y, con mucha dificultad, en dos muletas. Cuando por fin, después de duras sesiones de rehabilitación y en contra de las previsiones de los facultativos que certificaban la necesidad de usar muletas el resto de mi vida, pude dejarlas y comenzar a moverme primero con dos bastones y luego con uno solo. Fue una interesante experiencia de recuperación y valoración de libertades que habitualmente pasan desapercibidas.

Con el bastón anduve varios meses, quizás algo más de quince, mientras seguía con la rehabilitación y llegué a manejarlo con gran soltura de manera que incluso era un apoyo en la conversación, pues me reforzaba la expresividad.

Mi bastón vino a ser, por tanto, como una parte de mí mismo. Diría algún entendido en la materia que lo había integrado en mi propia personalidad.
Cuando viajaba en mi coche él iba a mi lado en el asiento de delante, a no ser que me acompañase alguien. En cuyo caso, por educación, pasaba al asiento trasero o incluso a la bandeja posterior.

Después de acompañarme durante el día, cuando me acostaba, mi bastón permanecía de pie entre la cabecera de la cama y la mesilla de noche.
Un día, al levantarme por la mañana no lo encontré. ¡No estaba allí!. Desconcertado y vacilante tuve que ir solo al cuarto de baño del que me separaban unos siete metros. Siete de ida y siete de vuelta eran catorce y me parecía que nunca sería capaz de recorrerlos sin mi bastón. Apoyado en la pared pude hacerlo, pero me costó mucho trabajo.
A la vuelta miré si se escurriría para debajo de la cama, porque no encontraba ninguna explicación razonable a su desaparición. ¡Tampoco estaba debajo de la cama!

Nuestra casa es una casa de aldea con paredes de piedra pizarra, con planta baja y piso. Como todos dormíamos en el piso se me presentaba el dilema de bajar diez escalones que me miraban como diez enemigos, sin mi bastón. Ni siquiera había pasamanos al que agarrarse. Pensé en llamar para que me viniesen a ayudar, pero opté por ponerme a bajar apoyándome una vez más en las paredes de cada lado de las escaleras.
No podía explicarme como podría ser posible que la noche anterior dejase en el coche a mi inseparable bastón; pues borracho no venía, que gracias a Dios, nunca me emborraché con alcohol.

De la puerta de la casa al garaje hay unos cinco metros, o puede que seis. Como pude me fui acercando a la puerta, siempre contando con la ayuda de las paredes. Pero con la seguridad de que no podría recorrer sólo y de pie la distancia al garaje; sin embargo, me era tan absolutamente imprescindible mi bastón que estaba dispuesto a recuperarlo aunque tuviese que hacer el recorrido as gatas.

Me asomé a la puerta, y ya en ella, pensé en echar mano de una escoba, una fregona o algo semejante que me sirviese de sucedáneo del bastón. Pero, al dar media vuelta dieron mis ojos en él, que estaba muy tranquilo arrimado contra el batiente de la puerta por la parte de afuera.
Tengo que aclarar antes de seguir que, en medio de mi enorme incertidumbre, y repasando el recorrido que venía de hacer, experimentaba una sensación extraña: como de recuperar algo al mismo tiempo que perdía mucho. Era una confusa experiencia que no sé muy bien cómo expresar. Diría que notaba que volvía a ser un poco más yo mismo.

Nada más verlo le eché la mano ansioso, y no pude contener una queja cargada de amargura:
-¿Por qué me hiciste esto? ¡No te lo tenía merecido!

El tono reposado de su respuesta contrastaba mucho con el violento de mi pregunta. Dijo muy calmoso:

-Te lo hice porque te quiero bien.

Yo seguí apretándole con violencia la empuñadura como si pretendiese ahogarlo:

-¡Ya se nota, ya, lo bien que me quieres! ¿Qué sabes tú del miedo que pasé y el trabajo que me costó llegar hasta aquí?

Él no se inmutaba como si tuviese muy prevista mi reacción y muy madurado cuanto decía.

-Parece mentira que hables ahora así tú que tienes dicho cientos de veces, como yo mismo te lo escuché, que ser libres y romper las ataduras de las dependencias nunca se logra sin esfuerzo. Porque no me negarás que lo hiciste poniendo como ejemplo creo que a los israelitas que añoraban los ajos y cebollas de la esclavitud.

Todavía no lo había entendido del todo; pero, casi sin darme cuenta, iba relajándose la mano con la que momentos antes lo apretaba, al mismo ritmo que iban serenándose mis sentimientos. Él aprovechó para seguir diciendo:

-No sólo soy tu amigo, sino que además, te estoy muy agradecido. Gracias a ti pude cumplir la misión para la que vine a este mundo, mi vocación, como dirías tú. No olvido que me rescataste del paragüero de un escaparate por cuatrocientas cincuenta pesetas y me convertiste en útil al mismo tiempo que yo te ayudaba a sentirte menos inútil. Has de saber que tomar esta decisión de soltarte de mí me llevó mucho tiempo. Hace dos meses y medio que comencé a darle vueltas en la cabeza a cómo llevarla a cabo sin herirte más de lo imprescindible a ti ni sentir vacío yo.

– Discúlpame y si puedes, perdóname.

-Ya estás disculpado -siguió él- y, si no hay culpa, tampoco hay lugar al perdón. No temas que me separe definitivamente de ti. Nunca podría, porque durante mucho tiempo fuimos el uno para el otro; pero, si me dejara llevar por mi instinto de mantenernos atados por necesidad pretendiendo que siguieses dependiendo de mí el resto de tu vida, no sería un amigo fiable y verdadero, porque antepondría mi gusto a tu bien. ¿No ves como puedes volver a andar por ti solo?

Con cierto aire de resignación y de compasión por mi mismo le respondí:

-Solo del todo no se puede decir que anduviese. Me ayudaron las paredes. Nunca creería que las paredes fuesen útiles también para andar.

Ya en tono completamente distendido replicó:

-Debes de hacerte mirar, amigo, porque estás perdiendo facultades. Las paredes ya te ayudaron cuando comenzaste a andar solo por primera vez. ¡Qué fácil es perder la cuenta de las ayudas recibidas!

-Sí, me ayudaron como a todos, -dije yo-, pero tienes razón en que ya no me acordaba, o quizás, nunca me di cuenta. Lo peor es que entonces pasé de andar mal a andar bien y ahora paso de andar bien a andar mal. Ya estoy resignado a quedar cojo para siempre.

Sonriendo más abiertamente atajó:

– No te quejes que tú disfrutaste de 40 años para correr mientras que otros nunca pudieron andar. Ahora que te sirva de consuelo pensar que sólo vas a andar distinto. No ves que si el cincuenta y uno por ciento de la población fuesen cojos, se diría que los que andan mal son los otros…

– Si, -completé-, a eso conducen estos tiempos de posmodernidades en que la objetividad se va difuminando, y en los que lo bueno y lo malo, lo ético y lo no ético, viene determinado por las estadísticas.

Humildemente reconoció:

-No sé que a tanto no llego… Ahora, si tienes que ir al coche, agárrate a mí y vamos.

De eso y algo más espero hablar en el próximo capítulo. Entre tanto, gracias por el tiempo que nos dedicaste, lector o lectora.