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La pandemia originada por el virus covid-19 ha causado muchas muertes y ha originado una crisis sanitaria de efectos desproporcionados hasta contagiar incluso a muchos profesionales de ámbito de la salud y a un número de ciudadanos difícil de calcular. La pérdida de seres queridos, de amigos y aun de desconocidos nos invita a un luto que los creyentes transformamos en oración. Volvamos a pasar por el corazón la memoria agradecida de sus vidas. El recuerdo de lo vivido y el aprendizaje de la experiencia serán piedras miliares para construir juntos un futuro común basado en la confianza, la solidaridad y la comunión.

Son numerosas las personas que viven este momento con preocupación, angustia e incertidumbre De repente nos hemos visto confinados en nuestros hogares y ha empezado a asomar una gran crisis económica, que puede ser la más grande de nuestro tiempo, acompañada de una crisis cultural y social que se nos echan encima. La economía ha sufrido un grave quebranto, mucha gente pierde su trabajo o está a punto de perderlo y hay dificultad para acceder a los mercados. Ya empezamos a ver a gente que nunca se había visto en el trance de tener que acceder a recoger alimentos de primera necesidad. Las regiones que tienen el turismo como importante fuente de financiación van a tener las cosas muy complicadas con el cierre de fronteras. Pero esta crisis no afecta solo a la salud y a la actividad económica. Ha afectado y seguirá afectando también a la educación, a la vida familiar, al empleo, a la conciliación, al ocio, a la cultura. Tendremos que empezar a reconsiderar estos sectores muy seriamente.

Ante acontecimientos de esta envergadura, ¿qué posturas podemos tomar? ¿Nos esforzaremos por olvidar todo cuanto antes y pasaremos hoja? ¿Recuperaremos lo antes posible viejos y nefastos errores dedicándonos a consumir y a disfrutar? ¿O nos conformaremos con hacer pequeños cambios en nuestro estilo de vida para que al final no cambie nada importante? ¿No sería más aconsejable disponernos a cambiar profundamente actitudes, criterios y modos de vida? Algunos han dicho que esperan que «nada sea igual» una vez que la pandemia se haya acabado. Pero mucho me temo que, por la abundante irresponsabilidad a la hora de iniciar las salidas, volveremos a las andadas a poco que nos descuidemos.

¿Cuáles son las enseñanzas que la pandemia nos está proporcionando? La pandemia nos tendría que dejar una conciencia más clara de nuestra vulnerabilidad y mortalidad. El hombre actual, que se creía todopoderoso, de pronto ha aparecido desnudo. Pusimos toda nuestra confianza en la ciencia y nos ha fallado estrepitosamente: un minúsculo virus nos ha sorprendido sumiéndonos en una total incertidumbre. Al tomar conciencia de nuestra fragilidad debemos cuidarnos los unos a los otros y especialmente a los más débiles. Hemos de promover, por tanto, la sociedad de los cuidados donde ocupen los primeros lugares los discapacitados y los ancianos. Lo que tenemos y lo que deseamos poseer nunca colmará la necesidad de encontrar sentido a nuestra vida. Valoremos más la austeridad y dejemos a un lado el consumismo que acaba consumiéndonos. El crecimiento ilimitado no puede ser nuestro único o principal objetivo porque acabará volviéndose contra nosotros mismos. Volvamos, pues, a las cosas esenciales.

La crisis actual muestra que una sociedad no puede fundarse solo en las finanzas, la ciencia y la tecnología. La técnica y la economía son una gran herramienta para resolver problemas prácticos, pero no son cimientos consistentes como para poder apoyar en ellos el sentido de la vida. Hemos descubierto que el teletrabajo puede funcionar y ser a veces incluso más eficaz que el trabajo presencial, pero hay muchos trabajos que exigen presencia física. Da la impresión de que con las nuevas tecnologías el derecho a la privacidad prácticamente ha desaparecido. Otra cosa es el uso responsable de ellas.

La expansión del coronavirus ha hecho emerger héroes y villanos, la grandeza y la miseria del corazón humano. Los médicos, enfermeras, auxiliares, empleadas del servicio de limpieza, farmacéuticos, policías, soldados, bomberos,… todos los que han cuidado de los demás hasta el punto de poner en peligro su vida, a veces sin la necesaria protección, son un buen ejemplo de heroísmo. Pero junto a los héroes siempre aparecen los villanos: como quien puso en el coche de un médico ‘rata infectada’ después de pincharle las ruedas. Necesitamos un mundo más humano. Hemos de superar prejuicios personales, ideológicos, sociales y culturales.

En el confinamiento durante un período largo hemos aprendido algunas lecciones más: la interdependencia, el valor de los cuidados, que precisamente unos servicios no bien retribuidos y por algunos despreciados, pertenecen a lo esencial de nuestra vida. Por otra parte, quizá no habíamos valorado convenientemente lo importante que es tener al lado a las personas queridas cuando uno sufre y cuando uno muere. También hemos aprendido a vivir con sencillez y a entretenernos sin consumir.

Tenemos que defendernos del coronavirus, pero no podemos olvidar otros virus más peligrosos aún como el egoísmo o la ambición. Ha recordado el papa Francisco: “El riesgo es que nos golpee un virus todavía peor, el del egoísmo indiferente, que se transmite al pensar que la vida mejora si me va mejor a mí, que todo irá bien si me va bien a mí”. Como hemos podido comprobar son fuertes nuestros enemigos, aunque sean pequeños e invisibles. Si no cambiamos egoísmo por generosidad y ambición por contentarnos con poco, la sociedad no ganará en humanismo y viviremos encerrados en una burbuja mortífera, aunque gocemos aparentemente de buena salud. Necesitamos salir de nosotros mismos para poner lo mejor de cada uno al servicio de los demás, especialmente de los más vulnerables, y para transmitir la fe con alegría.

Hoy, más que nunca, debe reinar el diálogo, el clima de entendimiento y acuerdo, la humildad y, por encima de las ideologías, la búsqueda sincera del bien común por parte de todos los actores de la política y la vida social para lograr dar respuesta al novedoso y grave escenario que tenemos delante. La Iglesia, a buen seguro, estará ahí en primera línea como puente y cimiento. “Si algo hemos podido aprender en todo este tiempo, recuerda el papa Francisco, es que nadie se salva solo. Las fronteras caen, los muros se derrumban y todos los discursos integristas se disuelven ante una presencia casi imperceptible que manifiesta la fragilidad de la que estamos hechos”.

Esta crisis nos muestra que la cuestión de Dios no es sólo un asunto de convicciones privadas, sino que afecta a las bases de nuestra civilización. Vivimos de realidades tangibles, visibles, mensurables y tenemos dificultad para contactar con lo invisible, con lo que no se puede tocar o cuantificar. Invitemos a experimentar la transcendencia. El director de orquesta italiano Ricardo Muti dijo a recibir el premio Musical América el año 2010: “Yo estoy a mitad del camino y creo que nunca llegaré a la otra orilla, porque detrás de las notas está el infinito, que significa Dios”. Pongamos en el centro de nuestra vida la relación con Dios. Conscientes de nuestra fragilidad y vulnerabilidad confiémonos a las manos del Dios de la misericordia para no caer en la depresión y para recuperar la sensibilidad hacia los demás y la ternura. Alguien ha dicho que «la pandemia nos ha despertado del peligro de la humanidad: el delirio de la omnipotencia». “El Señor, con su novedad, puede siempre renovar nuestra vida y la de nuestra comunidad. En esta tierra desolada, el Señor se empeña en regenerar la belleza y hacer renacer la esperanza: «Mirad que realizo algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notan?» (Is 43,18b). Dios jamás abandona a su pueblo, está siempre junto a él, especialmente cuando el dolor se hace más presente”, afirma el Papa actual.

Cuando cada día nos llegaban noticias de tantos contagiados y muertos, era inevitable la pregunta sobre la vida eterna. No escondamos el sufrimiento y la muerte, como hemos hecho hasta ahora. Aceptemos cuanto antes que nuestra vida es efímera, que no somos inmortales. Pero que nuestra vida es muy importante, si la empleamos bien. Hay que custodiar la vida con prudencia, con inteligencia, sin asumir riesgos innecesarios, pero sin olvidar que más tarde o más temprano se proyecta en nosotros la sombra de la muerte. En medio de nuestras perplejidades, los cristianos tenemos una certeza: Dios es amor y no es indiferente a nuestros sufrimientos.

Hemos de escoger: ¿queremos vivir plenamente o nos conformamos con sobrevivir? ¿Queremos vivir de sobresalto en sobresalto, buscando resolver los peligros inminentes, o queremos vivir sin miedos y con esperanza? La promesa de Cristo no es solo sobrevivir sino resucitar. Vivir con alegría el presente esperando participar un día plenamente del gozo de Dios en la eternidad es otra posibilidad que tenemos ante la vista. “La vida del hombre es la visión de Dios”, escribió S. Ireneo, obispo de Lyon. Cristo resucitado no nos abandona, nos concede su Espíritu, para que nos sepamos habitados, acompañados y queridos. En un mundo desesperanzado y desanimado, Cristo nos convierte en sembradores de esperanza. “Este es el tiempo propicio ‒enseña el Papa argentino‒ de animarnos a una nueva imaginación de lo posible con el realismo que solo el Evangelio nos puede proporcionar. El Espíritu, que no se deja encerrar ni instrumentalizar con esquemas, modalidades o estructuras fijas o caducas, nos propone sumarnos a su movimiento capaz de «hacer nuevas todas las cosas» (Ap 21,5)”.

+ Manuel Sánchez Monge
   Obispo de Santander