Queridos hermanos:
Os anuncio con gran alegría que, Dios mediante, el día 3 de octubre de este año 2015, se celebrará en nuestra Iglesia Catedral Basílica de Santander la beatificación de los mártires de Santa María de Viaceli en Cóbreces y de dos mártires también cistercienses de Fons Salutis en Valencia. No se trata de un acontecimiento eclesial que sólo afecta a la Orden cisterciense, sino que afecta a la Iglesia entera y más en particular a la diócesis de Santander en la que la gran mayoría fueron martirizados y en la que van a ser, Dios mediante, beatificados. Con esta Carta Pastoral quiero invitar a prepararnos espiritualmente para la celebración de dicho acontecimiento.
Los mártires que van a ser beatificados pertenecen a la violenta persecución que se produjo en los años treinta del siglo XX. Se trata de dos procesos distintos, desarrollados en Santander y en Valencia respectivamente, que atañen a diez y ocho Siervos de Dios pertenecientes a la Orden Cisterciense de la Estricta Observancia. Corifeo de este grupo de Mártires es el P. Pío Heredia, nacido en Larrea (Álava) el 16 de febrero de 1875. Ingresó en el monasterio de Val San José, en Getafe, cerca de Madrid, durante su adolescencia y emitió la profesión solemne en 1897 y fue ordenado sacerdote el 18 de marzo de 1899. En el seno de la comunidad desempeñó varios cargos y fue maestro de novicios y prior claustral. Después se trasladó al monasterio de Santa María de Viaceli, y allí con sus hermanos monjes, completamente ajenos a las cuestiones políticas, fue víctima de la persecución. También se vio implicado en el contexto martirial un grupo de monjas cistercienses de monasterio de San Bernardo, de Algemesí, cerca de Valencia.
Los mártires de todos los tiempos, y también los del siglo XX, muestran la vitalidad de la Iglesia y constituyen la encarnación del Evangelio de la esperanza. Son para la Iglesia y para la humanidad entera como una luz, la luz de Cristo, que disipa las tinieblas de nuestro mundo. Si Tertuliano pudo decir que “el martirio es la mejor medicina contra el peligro de la idolatría de este mundo”, nosotros podemos decir que la condición martirial de la vida cristiana es la mejor medicina contra la tibieza y la secularización propias del momento actual. La condición martirial de nuestra vida cristiana nos tiene que llevar a renunciar con alegría a todo aquello que supone no sólo infidelidad, sino ambigüedad en las opciones de fe, tibieza en el amor, falta de identificación espiritual y práctica con Jesucristo muerto y resucitado. Todo cristiano tiene que poder decir con verdad “estoy crucificado con Cristo, he dejado atrás la vida dominada por el pecado, lo que ahora vivo es una vida nueva, en comunión con Cristo, en la presencia de Dios, de modo que es Cristo quien vive y actúa en mí” (Cf. Gal 2, 19 y 20).
Demos gracias a Dios por el valiente testimonio de estos mártires en medio de su fragilidad. Que ellos nos ayuden a vivir nuestra fe con coraje y con audacia en este momento de la historia. En ellos se ha demostrado que el amor es más fuerte que la muerte. Nadie podrá impedirnos amar hasta dar la vida por el Señor y por los hermanos.
I. EL SIGNIFICADO DEL MARTIRIO
Con motivo de la próxima beatificación de estos mártires vamos a hilvanar unas reflexiones sobre el significado del martirio cristiano
1. El mártir no es un héroe ni un superhombre convertido en pieza de museo.
Demasiadas veces, el mártir aparece como un personaje del pasado, extraño a nosotros, y que sólo recordamos con ocasión de determinadas fiestas. Descrito como un héroe sobrehumano, parece una pieza de museo. ¿Cómo se explica que algunos cristianos sean capaces de morir antes de renegar de su fe? El emperador filósofo Marco Aurelio, molesto por el heroísmo de los cristianos, trató de interpretar el martirio como fanatismo y gusto por lo trágico; pero se equivocó. Le faltaba el secreto del cristianismo: la resurrección de Jesucristo crucificado como fundamento de la esperanza de los cristianos. El amor a la vida nueva en Cristo vence los suplicios de la muerte; de aquí brota una libertad incomprensible para los paganos. Sin esa esperanza queda desnaturalizada la Iglesia y el martirio cristiano es incomprensible.
La clave de los mártires fue enunciada por Tertuliano con frase lapidaria: Christus in martyre est, es decir, Cristo está presente, sufre y vence en el mártir. Cristo renueva su pasión en sus seguidores; en la menuda y frágil Blandina, mártir de Lyon, los cristianos contemplaban a Cristo crucificado por ellos, según escribió Eusebio de Cesarea. El mártir no es un «superhombre». Dejado a sus fuerzas no podría resistir los tormentos. Y por eso no provoca temerariamente la persecución alardeando de un poder que no tiene y que le es regalado por Dios en el momento preciso.
2. El mártir no es el fruto de una improvisación humana, ni de un acto heroico casual, sino manifestación de una vida vivida desde la entrega.
El mártir cristiano no es un desesperado que renuncia a continuar viviendo. Ni es un hastiado de la vida que ve en la muerte la liberación. Ni es un kamikaze que muere sembrando destrucción y muerte. Ni es un «héroe rojo», según lo ha descrito el marxista E. Bloch, que cerrado a la supervivencia personal muere por un «mundo nuevo». Contrariamente a lo que podría parecer desde una perspectiva lejana a la fe, el mártir no es un excéntrico, ni un irresponsable, ni un intolerante, sino que vive y expresa de forma patente una fidelidad sincera que se sitúa más allá de los convencionalismos y del juego de intereses calculados. No actúa conforme a sus intereses personales, ni está preocupado por su imagen social, ni tampoco lo está por las consecuencias de su radicalidad en el seguimiento a Cristo. Goza de una paz que aflora de muy dentro de su alma y se basa en el desvelamiento de Dios en lo más profundo de su intimidad. Vive conforme al Espíritu y da testimonio de la verdad de Cristo. Sorprende la serenidad de estos testigos, pues en circunstancias tan adversas, no pierden ni la fortaleza ni la serenidad.
3. El mártir, como Cristo, muere perdonando a sus verdugos
La grandeza moral del mártir radica en su capacidad para perdonar y reconciliarse con quienes le persiguen, ultrajan, y finalmente, le matan. No existe resentimiento ni espíritu vengativo en el corazón del mártir, porque todo su ser está colmado de Dios y de su paz. Como Jesús en la cruz, el mártir también perdona a sus enemigos porque “no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Los cristianos estamos llamados a perdonar incondicionalmente, “setenta veces siete” (Mt 18,22), como dice Jesús en el Evangelio, es decir, siempre. A pesar de que la práctica del perdón es difícil, y en ocasiones puede presentarse como una tarea sobrehumana, casi heroica, los mártires nos enseñan a intentarlo siempre, confiando en la ayuda de Dios. Tenemos que saber pedir perdón a quienes hemos ofendido, y también debemos saber conceder el perdón a quienes nos han ofendido. La paz verdadera en el mundo depende de la práctica de la justicia, pero también de la virtud del perdón. En este sentido, el mártir es un testimonio de futuro, un signo que nos abre el horizonte de un mundo más pacífico, donde la paz incluya la justicia y la reconciliación.
El mártir derrama amor y este amor que le alimenta por dentro, se manifiesta en su vida, en sus gestos y en sus palabras. El cristianismo es la religión del amor sacrificado y anunciarlo a los hombres y mujeres de hoy implica proponerles el amor como fundamento de la existencia, como razón última por la que vale la pena luchar, y eso sólo es posible desde la práctica del amor. Sólo a través del amor podremos transmitir la verdad del Evangelio.
El martirio es un signo elocuente de la verdad del cristianismo; es, podemos decir, como su control de calidad. Los mártires sellan con su vida la fe y el amor a Dios como suprema realidad y verdad poniendo al descubierto la tentación de reducir las realidades creídas y esperadas a palabras, interpretaciones, ideas, símbolos o proyecciones. Así escribió en el siglo II San Justino: “Yo mismo, cuando seguía las enseñanzas de Platón, oía repetir todo linaje de calumnias contra los cristianos; sin embargo, al contemplar cómo iban intrépidos a la muerte y soportaban todo lo que se tiene por más temible, empecé a considerar ser imposible que hombres de ese temple vivieran en la maldad y en el amor del placer. Y, efectivamente, ¿quién, dominado por ese amor de los placeres, puede recibir alegremente la muerte que ha de privarle de todos los bienes, y no tratará más bien por todos los medios de prolongar indefinidamente su vida presente?”[1].
4. Entregar la propia vida por ser fiel a Cristo es un acto de suprema libertad: “Tu gracia vale más que la vida”
El mártir es un hombre de firmes convicciones, fiel y leal a sus creencias, un hombre con autoridad moral por la coherencia entre su pensamiento y sus obras. Esta autoridad enciende la sincera admiración y valoración en quienes no participan de nuestra fe. No tiene poder, pero tiene autoridad, porque ésta se reconoce cuando hay autenticidad, y por muy extraños que sean los vericuetos de la cultura actual, el hombre y la mujer de hoy también reconocen la autenticidad allí donde se manifiesta.
El mártir es un signo visible del Amor más grande, un testigo que se ha comprometido en el seguimiento a Cristo hasta dar su propia vida para testimoniar la verdad del Evangelio. En este sentido, el mártir sigue el ejemplo de Cristo, que dio su vida por los hermanos como el signo del Amor más grande. Esta disposición a dar la propia vida, lo más grande que tenemos, constituye una prueba radical y absoluta de un amor que sabe darse a todos en virtud de una convicción que es la fe. El mártir no muere para sí mismo, sino porque desea testimoniar, a quien le persigue, la fe en Jesucristo resucitado como verdad última del sentido de su existencia y de toda existencia, y une su muerte a la muerte redentora de Cristo. El amor a la cruz que salva y perdona todos los desamores.
5. De la sangre derramada por confesar a Cristo surge una fuerza que provoca la conversión de quienes los contemplan: “La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos” (Tertuliano)
Citamos de nuevo a Tertuliano que, con fórmula concisa y atinada, escribió: «La sangre de los cristianos es semilla de nuevos cristianos». Se multiplican los cristianos cuando algunos de ellos son quitados del medio por los perseguidores. Por paradójico que parezca, la persecución despierta del sopor a los cristianos, los fortalece y multiplica. Lo flácido e indolente no atrae; en cambio lo pletórico de vida ejerce un atractivo singular. Como escribió J. Ortega y Gasset: «Lo que no nos incita a morir no nos excita a vivir». La grandeza de los mártires, que entregaron su vida por el Señor, suscitó admiración también entre los no cristianos.
La sangre de los mártires siempre ha sido fecunda para las comunidades cristianas. Así esperamos que suceda hoy día. Se lo debemos pedir humildemente a Dios en nuestras oraciones ya que ellos, desde el cielo, nos acompañan y no nos olvidan. La fecundidad vendrá de muchos modos. Les acompañaremos martirialmente en nuestras circunstancias personales: “No todos ―dice el Concilio Vaticano II― tendrán el honor de dar su sangre física, de ser asesinados por la fe pero Dios pide a todos los que creen en Él el Espíritu del martirio, es decir, todos tenemos que estar dispuestos a morir por nuestra fe. Por más que el Señor no nos concediera este honor tenemos que estar dispuestos para que, cuando llegue la hora de rendir cuentas, podamos decir: Señor, yo estaba dispuesto a dar mi vida por Ti. Y la he dado, porque dar la vida no sólo es cuando matan a alguien; dar la vida, tener espíritu de martirio, es dar en el deber, en el silencio de la vida cotidiana, caminar dando la vida, como la madre que, sin temor, con la sensibilidad del martirio materno, da a luz, amamanta, hace crecer y rodea a su hijo con afecto. Eso es dar la vida». Así se expresaba el obispo mártir Óscar Arnulfo Romero[2].
6. El martirio es signo de victoria. Con Cristo vencen a la muerte.
La muerte de los mártires es victoria sobre la muerte. Con la entrega de su vida temporal glorificaron a Dios y recibieron el premio de la vida eterna. El martirio es un bautismo de sangre que posee una plena eficacia perdonadora. Recibieron los mártires la corona de vida y de gloria que no se marchita (cf. 2 Tim 4, 7-8; Apoc 2, 10). Por esto, desde muy pronto a los mártires se les tributó culto, ya que aparecían ante los cristianos con una aureola sublime.
El mártir es un referente en medio de una cultura de relativismo y pensamiento débil. En esta cultura de la debilidad y de la dispersión que nos ha tocado vivir, la figura del mártir resulta extraordinariamente sorprendente, porque da testimonio de unas convicciones tan profundamente arraigadas en su corazón, que es capaz de dar su vida por Dios. Podría denominarse la viva expresión de un pensamiento fuerte y que, por ello mismo, contrasta en un contexto de relativismo y de pensamiento débil donde se tienden a disolver las grandes convicciones en vaguedades y opiniones. Su presencia también es objeto de sorpresa, porque contrariamente a la fragmentación y a la dispersión social en que nos hallamos, el mártir es un hombre íntegro, pues en él se da una unidad de pensamiento y de acción, y esta integridad nos maravilla y suscita el seguimiento a Cristo, ya que el mártir muestra como Él ha sido y es su fuerza, el único motivo por el que vale la pena perderlo todo, inclusive la propia vida, antes que perderlo a Él.
El ejemplo de los mártires, en tiempos de desvinculación y de relativización, nos da la fuerza para vivir de otro modo, para buscar la verdad y vivir conforme a ella. En el corazón de cada persona existe un anhelo de verdad y el mártir nos estimula a dar sentido a este deseo y a no permanecer indiferentes frente a la impostura y la falsedad. Caminamos hacia la Verdad, no la poseemos en su totalidad, porque nuestro conocimiento de Cristo siempre puede llegar a ser más pleno y perfecto. Tenemos que reconocer que la búsqueda de la verdad no siempre se lleva a cabo con transparencia o de forma consecuente. Nos desviamos de ella o la oscurecemos, a veces inclusive voluntariamente, porque causa temor hallar la verdad y tener que ser coherentes con sus exigencias, pero incluso cuando la esquivamos, también nos influye, ya que necesitamos fundamentar nuestra existencia sobre la verdad y nunca podremos saciarnos, ni instalarnos indefinidamente en la vacilación, la incertidumbre o la mentira. De ese modo, siempre permaneceríamos bajo la amenaza del miedo y de la angustia.
El hombre siempre busca la verdad y el mártir es la estrella más clara y diáfana, más radicalmente convincente, que guía hacia Cristo, la Verdad plena. Juan Pablo II ha proclamado: “El mártir, en efecto, es el testigo más auténtico de la verdad sobre la existencia. Él sabe que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre su vida y nada ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza. Ni el sufrimiento ni la muerte violenta lo harán apartar de la adhesión a la verdad que ha descubierto en su encuentro con Cristo. Por eso el testimonio de los mártires atrae, es aceptado, escuchado y seguido hasta en nuestros días. Ésta es la razón por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un amor que no tiene necesidad de largas argumentaciones para convencer, puesto que habla a cada uno de lo que él ya percibe en su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo. En definitiva, el mártir suscita en nosotros una gran confianza, porque dice lo que nosotros ya sentimos y hace evidente lo que también quisiéramos tener la fuerza de expresar”[3].
7. La condición martirial de la vida cristiana: Un nuevo modo de martirio.
“El precio que hay que pagar por la fidelidad al Evangelio –decía el papa Benedicto XVI en su viaje apostólico al Reino Unido- ya no es ser ahorcado, descoyuntado y descuartizado, no obstante, quienes proclaman la fe con fidelidad en los tiempos actuales, no pocas veces deben pagar otro precio que es ser excluido, ridiculizado o parodiado”. Nos muestra así el Papa un nuevo modo de martirio, incruento pero doloroso, ya que hoy día la sociedad laicista tiene tal fuerza que es capaz de destrozar la vida de una persona o de un colectivo, creando una atmósfera de rechazo y desprecio difícilmente soportables. Lo más triste es que esto sucede la mayoría de las veces sin ningún fundamento en la realidad. No debe sorprendernos que éste sea el camino martirial que la Iglesia Católica debe recorrer en los tiempos actuales, pues casi todos los días aparecen multitud de noticias que pretenden que los fieles y la sociedad entera pierdan la confianza en la dimensión sobrenatural de la Iglesia. Por esto precisamente es el momento de la fe robusta y auténtica. No podemos dejar de actuar por miedo al juicio del mundo, máxime cuando sabemos que ese mundo odia a Cristo y todo aquello que le sirve como instrumento. Si queremos ser fieles a nuestra identidad cristiana, debemos seguir los dictados de nuestra conciencia bien formada.
Los mártires nos enseñan a vivir la vida de cada día. No podemos apoyarla en valores efímeros, sino en los valores sólidos que perduran: el amor de Dios por encima de todas las cosas, la fortaleza de la fe, la firmeza del amor a los demás y la seguridad de la esperanza en la vida eterna.
Mártir significa testigo. Es verdad que el único verdadero testigo y mártir es Jesucristo. Él nos ha revelado el corazón misericordioso de Dios entregando hasta la última gota de su sangre por amor al Padre y a nosotros los hombres. Y es igualmente verdad que a veces podemos ‘hacernos los mártires’ en aras de una falsa humildad y fallamos una vez más en lo fundamental porque en el fondo somos orgullosos y no nos reconocemos pecadores delante de Dios. Pero todo esto no quita para que los cristianos, todos los cristianos, desde el día de nuestro bautismo hayamos de ser testigos de Jesucristo dispuestos –si necesario fuera- a dar nuestra vida por El. Como bellamente escribió el poeta E. Azcoaga[4]: “Siempre que me preguntan por mi oficio, /por mi hondo menester, por lo que hago, / respondo al compromiso simplemente: / ser con mi voz testigo del milagro”. Todos los cristianos estamos llamados a ser testigos del milagro que el Señor va obrando en nuestra vida y en la vida de cuantos nos rodean. Si mirásemos las personas y los acontecimientos con ojos de fe ¡cuántos milagros observaríamos a nuestro alrededor! El testimonio auténtico de nuestra fe es lo que hace que el Señor toque el corazón de quienes conviven con nosotros y les lleve a experimentar su amistad. El papa Benedicto XVI llegó a afirmar: “Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin”[5]. Y aporta las razones que sustentan su afirmación: “Será muy difícil que la fe llegue a los corazones mediante simples disquisiciones o moralismos, y menos aún a través de genéricas referencias a los valores cristianos. El llamamiento valiente a los principios en su integridad es esencial e indispensable; no obstante, el mero enunciado del mensaje no llega al fondo del corazón de la persona, no toca su libertad, no cambia la vida. Lo que fascina es sobre todo el encuentro con personas creyentes que, por su fe, atraen hacia la gracia de Cristo, dando testimonio de Él”[6]
Dar testimonio de la fe nunca ha sido fácil. Tampoco en el momento presente. De ahí la permanente tentación de contemporizar y de arrugarse y camuflarse ante situaciones comprometidas. ¡Justamente cuando deberíamos demostrar nuestro verdadero temple evangélico! En las situaciones difíciles es preciso dejar actuar al Espíritu que ha sido derramado en nuestros corazones para vivir en la libertad de los hijos de Dios (Rom 8,15). El seguimiento incondicional de Cristo exige ser manifestado con hechos y palabras en coherencia con la fe profesada y el amor vivido. Ahora bien, la valentía de espíritu en las pruebas y en la defensa de los ideales evangélicos, no está reñida con el respeto a otras formas de pensar y a otras creencias. Pero no puede convivir jamás con la ambigüedad, con el todo vale, con la falta de coraje e intrepidez ante situaciones difíciles y dolorosas, donde se ponen en juego el amor, la justicia, la verdad y la honradez. El verdadero seguidor de Cristo ha de estar dispuesto a abrazar la cruz y morir en ella si es necesario, antes que renunciar al amor y la voluntad del Padre. Como el Maestro ha de cargar con la cruz y subir al Calvario, sin claudicar ni ceder a la cobardía y a la pusilanimidad.
No olvidemos que «el hombre contemporáneo –como dijo en una ocasión el Papa Pablo VI y lo han repetido después sus sucesores- escucha con mayor agrado a los testigos que a los maestros y si escucha a los maestros lo hace porque son testigos. Muestra un rechazo instintivo hacia todo lo que puede parecer mistificación, apariencia, componenda. En esa situación se comprende la importancia de una vida que proclama de verdad el Evangelio» (EN 40). «La nueva evangelización –reclamaba el Papa Juan Pablo II dirigiéndose a los obispos españoles en 1993- necesita nuevos testigos, personas que hayan experimentado la transformación real de su vida en contacto con Jesucristo y sean capaces de transmitir esa experiencia a otros».
Ser cristiano es vivir a contracorriente. Se ha comparado al cristiano en el mundo con la trucha en un río en aguas rápidas: siempre nada a contracorriente. Pero permanece en el agua y no la deja, viviendo en un estado de resistencia continua. Vive a golpes de riñón. Pero el agua no le molesta. Más bien se apoya para avanzar hacia la fuente del torrente. Aprovecha los obstáculos como trampolín para avanzar. El cristiano también es una contra voz en la cultura contemporánea: no se instala en el margen como espectador. Toma partido por la política, la música, las imágenes, la familia… Se compromete en la ciencia y en la técnica, cree en un futuro, tiene confianza ejercitándose también en la resistencia. Nada a contracorriente. Y esto fatiga, e incluso puede ser desesperante. No es, precisamente, la comodidad el motor de la fe, pero tampoco lo es el anhelo de ir a la contra por sistema. Hay aspectos contraculturales en el cristianismo, pero hay aspectos que encajan perfectamente con la cultura actual.
Los cristianos perseguidos están en la Iglesia de la paciencia. Hay más mártires hoy que en los primeros siglos de la Iglesia. Hermanos y hermanas nuestros llevan la fe hasta el martirio. Pero el martirio jamás es una derrota; el martirio es el grado más alto del testimonio que debemos dar. Nosotros estamos en camino hacia el martirio, los pequeños martirios: renunciar a esto, hacer esto… pero estamos en camino. Y ellos dan la vida por amor a Jesús, testimoniando a Jesús. Un cristiano debe tener siempre esta actitud de mansedumbre, de humildad, precisamente la actitud que tienen ellos, confiando en Jesús, encomendándose a Jesús. Un cristiano debe saber siempre responder al mal con el bien, aunque a menudo es difícil. Nosotros buscamos hacerles sentir, a estos hermanos y hermanas, que estamos profundamente unidos a su situación, que sabemos que son cristianos «entrados en la paciencia». Cuando Jesús va al encuentro de la Pasión, entra en la paciencia. Ellos han entrado en la paciencia: hacérselo saber, pero también hacerlo saber al Señor. Os hago una pregunta: ¿oráis por estos hermanos y estas hermanas? ¿Oráis por ellos? ¿En la oración de todos los días? En la oración de todos los días decimos a Jesús: «Señor, mira a este hermano, mira a esta hermana que sufre tanto, ¡que sufre tanto!». Ellos hacen la experiencia del límite entre la vida y la muerte. Y también para nosotros: esta experiencia debe llevarnos a promover la libertad religiosa para todos, ¡para todos! Cada hombre y cada mujer deben ser libres en la propia confesión religiosa, cualquiera que ésta sea. ¿Por qué? Porque ese hombre y esa mujer son hijos de Dios[7].
II. LOS MÁRTIRES DE VIACELI Y DE FONS SALUTIS
El 8 de septiembre de 1936 los Siervos de Dios Pío Heredia y compañeros fueron obligados a abandonar su monasterio, fueron encarcelados y sufrieron insultos y vejaciones. Algunos días después fueron liberados. Pero, en el espacio de pocas semanas, con el pretexto de hacer indagaciones sobre la proveniencia de sus medios de mantenimiento, fueron nuevamente arrestados en dos grupos diferentes y fueron asesinados el 3 y el 4 de diciembre.
En el mismo mes de julio fue arrestada la Madre Micaela Baldoví Trull, monja del monasterio de San Bernardo de Algemesí, quien, después de haber sufrido vejaciones y torturas, fue asesinada el 9 de noviembre junto con una hermana suya. El día siguiente encontró la muerte otra monja, María de la Natividad Medes Ferris, procedente del mismo monasterio.
No existe ningún testimonio que manifieste la implicación en actividades políticas de estos Siervos y Siervas de Dios. Por tanto, la causa de su muerte fue la de identificarse –exclusivamente- como cristianos y religiosos. La fe motivó su arresto y su ejecución, con el agravante de una búsqueda de dinero por parte de los perseguidores. Los Siervos de Dios sabían muy bien el grave peligro que corrían y vivieron su consagración hasta el derramamiento de la sangre. Una fe clara, una caridad sincera y una esperanza inquebrantable les brindaron fortaleza para vivir hasta las últimas consecuencias su fidelidad a Cristo y a la Iglesia. Jamás renegaron de su condición de religiosos y se prepararon conscientemente para caminar, pasando por la muerte, al encuentro de su Señor.
Después, fueron llevados a bordo de una barcaza fuera de la bahía de Santander y tras coserles la boca con alambre porque “iban rezando”, fueron arrojados al mar con pesados lastres atados a los pies. Otros miembros de la comunidad, algunos días más tarde, corrieron la misma suerte y fueron torturados y asesinados. El más joven de los mártires contaba 20 años (había varios en el grupo con menos de 25 años) y el mayor, con 68.
El testimonio de estos mártires ilumina e inspira nuestro momento histórico. Los mártires nos enseñan el amor a la Verdad frente al relativismo y al fundamentalismo de nuestros días. Frente al ‘todo vale’ y frente al ‘nada importa’, nuestros mártires nos recuerdan que hay ideales que son demasiado grandes como para regatearles el precio a pagar por ellos. El martirio nos indica dónde se encuentra la verdad del hombre, su grandeza y su dignidad, su libertad más genuina y el comportamiento más verdadero y propio del hombre que es inseparable del amor: por ello, el martirio es una exaltación de la perfecta «humanidad» y de la verdadera vida de la persona. Los mártires son testigos de la fidelidad del hombre a su conciencia bien formada como límite de todo poder y garantía de su semejanza divina.
Por todo esto la Abadía de Santa María de Viaceli, la Iglesia que peregrina en Cantabria y el valle de Mena y la Iglesia universal nos alegramos de que estos nuevos beatos enriquezcan el patrimonio espiritual de toda la Iglesia y constituyan un bien para la humanidad. Si nos sentimos orgullosos de esta herencia no es por deseo de revancha hacia los perseguidores, sino para que quede de manifiesto el extraordinario poder de Dios, que ha seguido actuando en todo tiempo y lugar. Si nos enorgullecemos de esta herencia no es por parcialidad y menos aún por deseo de revancha hacia los perseguidores, sino para que quede de manifiesto el extraordinario poder de Dios, que ha seguido actuando en todo tiempo y lugar. Ojalá el testimonio de estos mártires sea semilla de nuevas vocaciones para los monjes cistercienses de Cóbreces y para nuestra diócesis de Santander
Santander, 17 de julio de 2015
+Manuel Sánchez Monge,
Obispo de Santander
[1] S. JUSTINO. Apología II, 12, 1-2
[2] O. A. ROMERO, Su Pensamiento, vols. I-II, s.d.l. pp. 45-47, citado por A. RICCARDI, Andrea, Déu no té por. La força de l´Evangeli en un món que cambia, Montserrat, 2004, pág. 172.
[3] Cf. JUAN PABLO II, Fides et ratio, nº 32
[4] Cf. Cuadernos Hispanoamericanos 218 (1968) 264.
[5] BENEDICTO XVI, Porta fidei 15
[6] BENEDICTO XVI en Fátima 2010
[7]Cf. Papa Francisco, Respuestas en el encuentro con los Movimientos, comunidades etc.. en la Vigilia de Pentecostés, 18.5.2013.