“Nuestro itinerario de fe es igual al de María, y por eso la sentimos particularmente cercana a nosotros. Por lo que respecta a la fe, que es el quicio de la vida cristiana, la Madre de Dios ha compartido nuestra condición, ha debido caminar por los mismos caminos que recorremos nosotros, a veces difíciles y oscuros, ha debido avanzar en la “peregrinación de la fe” ( Lumen gentium 58)…
Nuestro camino de fe está unido de manera indisoluble a María desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre diciendo: “He ahí a tu madre” (Jn 19, 27). Estas palabras tienen un valor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde ese momento, la Madre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre… En aquella hora cuando la fe de los discípulos se agrietaba por tantas dificultades e incertidumbres, Jesús les confió a aquella que fue la primera en creer, y cuya fe no decaería jamás. Y la “mujer” se convierte en nuestra Madre en el momento cuando pierde al Hijo divino. Y su corazón herido se ensancha para acoger a todos los hombres, buenos y malos, a todos, y los ama como los amaba Jesús. La mujer que en las bodas de Caná de Galilea había cooperado con su fe a la manifestación de las maravillas de Dios en el mundo, mantiene encendida en el Calvario la llama de la fe en la resurrección de su Hijo, y la comunica con afecto materno a los demás. María se convierte así en fuente de esperanza y de verdadera alegría”.
(FRANCISCO, Vaticano, 1 de enero de 2014)