Otro día más que se ve afectada una de las procesiones, la más importante de la Semana Santa, la del Santo Entierro, en la que procesionan todas las cofradías con sus pasos.

Por la mañana, en la Catedral, el canónigo de la Catedral, Juan Abad Zubelzu, dirigió el Sermón de las siete palabras, con un cariz didáctico y pastoral.

Ya a la tarde, la celebración de la acción litúrgica en La Pasión del Señor puso la carga de emoción el memorial de la Pasión.

«Ese amor extremo, que decía Juan [ayer], ‘los amó hasta el extremo’, el amor perfecto, total, absoluto, sublime… era este […] hasta la muerte.»

Como acostumbra, D. Arturo, lanzó la pregunta de Jesús a todos los fieles: «¿A quién buscáis? ¿Con espadas y palos habéis venido a prenderme? Tal vez sea una pregunta que podamos formularnos nosotros para el tiempo de oración.»

Continuando en su homilía recordando lo narrado en el evangelio de Juan, en la Pasión: «Después del prendimiento se suceden los juicios, las calumnias, el dolor, las humillaciones. Hasta ese momento en que Pilato, desde su duda y su cobardía, presenta a Jesús: ‘Ecce Homo’. ¿Qué ves? ¿Qué muestra a la muchedumbre enfurecida que condena a Jesús a la Cruz? […] Coronado de espinas, con un manto raído, lleno de sangre, de dolor, humillado, despreciado… Señor, ¡qué hemos hecho! ¿Por qué no te hemos entendido? ¿Puede ser tan cruel el ser humano de condenar al Dios del amor, de la vida, de la ternura, de la misericordia, de la esperanza? ¿Qué hemos hecho, Dios mío?»

Una experiencia que nos acerca al perdón y ante la que nos «nos sentimos desbordados, desconcertados, incluso con tristeza en el alma, al ver al Maestro, al Señor de la Vida, sufrir de semejante manera».

Terminaba proponiendonos para el Sábado Santo: «Entramos en el tiempo del silencio y de la espera. No dejes de mirar al crucificado, por favor… No dejemos de pedir perdón; no dejemos de disponernos a la fuente de la misericordia, a la fuente de la gracia. No dejemos de contemplar el trono de la misericordia. […] Jesús ha muerto en la Cruz y a nosotros –permitidme que lo diga de esta manera–, ¿nos afecta una especie de desesperación? Pensar por un momento solo, aunque mantenemos viva la esperanza, […] que Jesús no está nos crea una tristeza inmensa, un vacío total. No sabemos vivir, ¡no podemos vivir! ¡No hay vida sin Jesús! ¡No hay vida, no hay esperanza, no hay futuro, no hay alegría! ¡No hay nada! La ausencia de Jesús es el vacío, es la nada… Por eso permanecemos expectantes, junto al sepulcro. Expectantes y orantes, dando gracias, pidiendo perdón y diciendo a Jesús: ‘No tardes… no tardes, Señor, porque sin ti no podemos vivir'».