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Así le llaman a la Catedral de Palencia. Y así es para muchos la Eucaristía. No la conoce la gente y se aburre. ¿Cuántas veces miran al reloj durante la celebración? La homilía del sacerdote les resulta larga y pesada. Cuando parece que va a terminar, se remonta y otra vez vuelta a lo mismo. Cuando el sacerdote dice: “podéis ir en paz”, algunos ya han traspasado el umbral de la puerta como si les urgiera salir de prisa. ¡Qué pena! Es muy necesario conocer el significado de cada parte y cada gesto de la celebración eucarística y sentir vivamente lo que corresponde en cada momento. Si estamos a cien kilómetros con la imaginación y los sentimientos, en realidad estamos ‘pasando’ de la Misa y poco puede decirnos en realidad.
No os asustéis. No voy a explicaros aquí y ahora todo el rollo de la Misa. Sólo os sugeriré tres pensamientos:
- En la Misa no sólo nos encontramos los que compartimos la misma fe sino que juntos escuchamos nada menos que la Palabra de Dios. No creemos en un dios mudo, nos relacionamos con el Dios que nos ha hablado de muchas formas, pero sobre todo a través de su Hijo. Esa Palabra unas veces nos reconforta, nos alienta, otras veces nos confronta y nos exige. Siempre es una palabra para la vida, para transformarla y darle un brillo nuevo.
- Luego hacemos con el sacerdote una larga oración de acción de gracias. Se llama ‘plegaria eucarística’. Damos gracias a Dios por tantos regalos que nos hace cada día, pero sobre todo por habernos dado nada menos que a su hijo único, Jesús.
- Por último tenemos la suerte de tener a Jesús dentro de nuestro corazón por la comunión. Hay que aprovechar muy bien ese momento de máxima intimidad con quien es nuestro amigo y nuestro hermano.
Os recuerdo un testimonio de mártires. El año 304, cuando el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos, bajo pena de muerte, poseer las Escrituras, reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía y construir lugares para sus asambleas, en Abitinia, pequeña localidad del actual Túnez, un grupo de soldados romanos sorprendieron en un sótano a 49 reunidos en la casa de Octavio Félix para celebrar la Eucaristía clandestinamente. Les arrestaron y les llevaron a Cartago para ser interrogados por el procónsul Anulino. Cuando les preguntaron: ¿por qué hacéis esto si sabéis que está severamente prohibido? Un cierto Emérito contestó: “Es que sin la eucaristía no podemos subsistir ni vivir”. Ojalá nosotros podamos decir lo mismo.
Necesitamos la presencia física. Durante el tiempo de confinamiento hemos echado de menos los besos y abrazos a nuestros familiares y amigos. Y ha sido largo el tiempo que gran parte del pueblo cristiano no ha podido celebrar la Eucaristía con presencia física y se ha tenido que conformar con la presencia virtual a través de los medios telemáticos. Ha sido una buena ocasión para darnos cuenta de que el contacto virtual no puede ni debe sustituir el contacto personal, que sigue siendo insustituible. Lo propio del cristianismo es el encuentro interpersonal porque es encarnación. Jesús caminaba con sus discípulos, curaba a los enfermos tocando su cuerpo, se dejó perfumar sus pies y permitió al apóstol Tomás meter sus dedos en los agujeros de sus clavos… No podemos conformarnos con ver la Misa por televisión, mientras podamos reunirnos con nuestra comunidad eclesial, presidida por el sacerdote. Con qué ternura escribe el Papa Francisco: «Por la fragilidad de los tiempos en que vivimos, necesitamos la presencia del Buen Samaritano, una mano que levanta, un abrazo que perdona y salva, una mirada que inunda de un amor infinito, paciente, indulgente, y vuelve a ponerte en camino. Ayudemos a los jóvenes a que el resplandor de la juventud no se apague en la oscuridad de una habitación cerrada en la que la única ventana para ver el mundo sea el ordenador y el Smartphone».
+Manuel Sánchez Monge,
Obispo de Santander